Aparte de alguna multa de tráfico propia de un novato de 18 años, mi padre y mi madre no tuvieron que asumir en primera persona ninguna otra sanción por un comportamiento incorrecto de su hijo. Cuando hubo otros conflictos anteriores a la adolescencia, se solucionaron con un guantazo admonitorio o un castigo de esos que sí hacía daño de verdad. Y cuando el delito solo alcanzaba la categoría de disgusto familiar, la mejor terapia era el paso del tiempo. El caso es que había que andarse con cuidado en el capítulo de las trastadas y otras alteraciones del orden establecido porque sobre las cabezas de los de mi generación colgaba siempre la amenaza de ser recluidos en la Chipi (un reformatorio próximo a Olaz), y eso, sin haber visto ni siquiera el edificio, acojonaba de verdad.

Ahora leo con estupor ese proyecto de ley que quiere convertir a padres y madres en paganos de la borrachera de un hijo menor de edad. O sea, que no solo tienes que pasar el trago de soportar los efectos colaterales de un mal pedo sino que además debes afrontar una sanción económica, algo así como pagar tú la última ronda desde casa. No voy a entrar a reflexionar aquí sobre los efectos perniciosos del alcohol en los críos porque bastantes estragos hace entre la gente adulta; ni tampoco sobre la responsabilidad paterna contraída en caso de que la chavalería cometa desperfectos o gamberradas; pero esa ocurrencia de convertir a los padres en sujetos últimos de la facilidad que los chavales encuentran para acceder al alcohol alcanza la categoría de disparate. No conozco a un solo padre o madre que no adoctrine sobre lo pernicioso de beber alcohol a edad temprana; que no aconseje, llegada la mayoría de edad, controlar el consumo; y no olvidemos algo fundamental: aquí se bebe hasta en misa y hay que saber convivir con eso.

Difícil tarea la de educar a los hijos; y no lo digo porque nosotros mismos no acertemos a discernir entre lo correcto o lo incorrecto, entre lo que les conviene y lo que no, sino porque esas pautas de orden familiar o social están sometidas también a su interpretación y al ritmo de los tiempos. Los chicos no son máquinas que dan por buenos y ciertos todos los consejos. Buscan, experimentan y a veces, desafían. En fin, ya sufrimos sus errores y los nuestros en ellos como para además tener que pagar sus copas.