Congratula leer que la gran mayoría de nuestros ríos han recuperado en los últimos años su calidad ecológica y cumplen con los más exigentes estándares europeos. Quedan aún algunos tramos envenenados por los vertidos incontrolados -según publicamos el pasado martes-, pero en general la salud de sus aguas parece apta después de lustros de maltrato industrial y abandono. Era deprimente contemplar aquellas enormes manchas de sustancias aceitosas que flotaban corriente abajo en algún río de la cuenca, que serpenteaba próximo a zonas de fábricas, convertido durante algunos años en cloaca. Murió la fauna piscícola y en algunas orillas quedó fijado un rastro parecido al alquitrán. Todo valía en nombre del progreso.
Antes de que el verbo contaminar se instalara en la lista de las preocupaciones sociales, a los ríos de la Navarra rural acudían las mujeres a lavar cuando el agua aún no estaba canalizada hacia las casas, y en el río se reunían también los más jóvenes para darse un chapuzón en alguna de las pozas cuando más apretaba el calor. Los más hábiles metían los brazos bajo el agua y conseguían pescar alguna pieza. Otros, muchos, perecían como consecuencia de la imprudencia o la fatalidad.
Hoy, el río hoy vuelve a regar huertas que han invadido ahora las riberas de una forma desordenada en algunos puntos, impidiendo el paseo por los márgenes, delimitando los ocupantes con vallas un terreno que no les pertenece. Ocurre de tiempo en tiempo que el aluvión tras una fuerte tormenta arrastra con violencia todo lo que encuentra a su paso y lo que se lleva de esas pequeñas zonas de ocio y cultivo acaba bloqueando puentes y colaborando en los perniciosos efectos de las inundaciones. Un punto negro.
“El río aquel” de “aguas claras” al que cantaba un jovencísimo Miguel Ríos es un sueño sesentero y romántico, pero en nuestra mano ahora está su conservación y su protección como espacios de los que seguir beneficiándonos y disfrutando.