La sombra del franquismo es alargada y amenaza con hacerse eterna. Casi 83 años después del golpe militar que derribó a tiros la II República, a una semana del 80º aniversario del día de la victoria-final de la guerra, 43 años después de la muerte del dictador que desencadenó aquella sangría, los acontecimientos diarios, la actualidad, no pueden desprenderse de la herencia de un régimen que fue dejando durante lustros un rastro de víctimas enmudecidas en vida porque a estas no podían sepultarlas ni en las cuentas ni en las cárceles, ya de por sí saturadas con la dura secuela de la represión. Me refiero, por un lado, a las gentes que sufrieron una forma de actuar ilícita, que vulneraba los más elementales derechos y su integridad como personas, un atropello que estaba amparado por el silencio y la amenaza. Solo en ese contexto de fuertes contra débiles puede entenderse la trama de robar bebés recién nacidos bajo una completa impunidad. Pero, además, solo en un régimen bendecido por la Iglesia, en el que el jefe del Estado caminaba bajo palio y las vírgenes eran equiparadas a los altos mandos militares, solo en un país donde la masacre se justificó en las reminiscencias de una nueva Cruzada en la defensa del Dios que querían matar los rojos herejes, solo en ese escenario exaltado la jerarquía otorgada a los sacerdotes podía derivar en un abuso de autoridad de estos, en una carta blanca para hacer de su sotana un sayo. No es extraño pues que ahora salgan a la luz las denuncias de quienes sufrieron abusos sexuales siendo niños a manos de curas sin escrúpulos y amparados por su posición dominante en todos los órdenes. “¿Quién iba a creer a un niño de 6 años en los tiempos de la dictadura?”, reflexionaba hace poco una de esas víctimas que por fin había roto con la pesadilla que marcó su vida. Esas otras fosas, las del miedo y la vergüenza, siguen todavía ocultas, aunque, como las de los asesinados, se van abriendo para que conozcamos la verdad.