"mi familia no sabe que estoy así", relataba en las páginas de Vecinos un transeúnte que dormía entre cartones en las calles de Pamplona. Un requiebro de la vida, una cadena de fatalidades, le habían convencido de que lo mejor para él y para su gente más cercana era que pusiera tierra de por medio. Que desapareciera. Salir en el periódico y contar su historia (aunque fuera con nombre ficticio) le exponía a ser reconocido, a dar pistas. Quizá era una huida con billete de retorno, provocar un vacío que cambiara las cosas, dejar de ser un extraño para hacerse extrañar. Incluso dar respuesta a un irrefrenable impulso de cambiar de vida o de identidad. De dejar de ser uno para ser otro. Quién sabe.

Cada año se denuncian en el Estado entre 20.000 y 30.000 desapariciones. El año pasado, la Policía Foral recibió 82 denuncias, 16 más que en 2018. La mayoría de los casos encuentran una pronta y satisfactoria resolución. Sin embargo, las cifras hablan de que en los archivos hay más de doce mil casos abiertos. Pasado un año de la denuncia, las complicaciones para conseguir la localización se multiplican y ponen en ese punto el momento crítico de las investigaciones. Los expertos dicen que con la tecnología actual es imposible que alguien desaparezca porque queda rastro de lo que ha pasado. Un ejemplo lo encontramos también estos días en Pamplona, donde la Policía Nacional localizó a familiares de una persona que ingresó en el Complejo Hospitalario "sin identidad y sin domicilio".

Pero ¿qué pasa con las desapariciones voluntarias, las de personas sin taras mentales ni requerimientos judiciales? No deja de ser un acto egoísta, que provoca dolor, pero es una decisión del individuo. El porcentaje de estos casos es muy bajo pero hablan de una realidad en la sociedad actual. Cuántas veces no hemos escuchado a alguien cercano, agobiado por los acontecimientos de su vida, explotar con un contundente "un día me voy a ir para no volver...". Dicho y hecho.