erminó la tregua. Las cosas vuelven a estar donde solían. Los papeles por el suelo de las aceras, latas y botellines arrojados a espacios verdes, desperdicios esparcidos por zonas de recreo. También guantes y mascarillas. La plaga de las langostas de dos patas y cabeza de chorlito vuelve a arrasar con todo. El pasado fin de semana fue un buen ejemplo; las salidas para disfrutar de la naturaleza al cobijo del buen tiempo acabaron dejando en muchos lugares un grueso rastro de incivismo en forma de acumulación de basuras. Parece que fue hace un siglo cuando algunos analistas ponderaban que uno de los puntos positivos del confinamiento era la sensible bajada de presión sobre el medio natural. Era cuando acudir al trabajo en coche se antojaba lo más parecido a esas películas apocalípticas en las que el protagonista acaba teniendo miedo de su propia soledad. Ni un vehículo por aquí, ni una retención en una rotonda, ni una aglomeración en horas puntas de entrada a la ciudad. Solo algún control policial, para no perder la costumbre. No sé si lo recordarán, pero esto ocurría en aquellos días en los que salir de casa te convertía en un sujeto bajo sospecha. En fin. Al hilo de ese parón planetario, otros expertos se apresuraron a divulgar estudios que constataba el descenso de la contaminación por la casi paralización total de emisiones de CO2. Mentes biempensantes llegaron a fabular con que la pandemia fuera un acto de defensa de la propia Naturaleza para conseguir su regeneración. Poco ha durado, ya digo; y eso que el tráfico no ha adquirido todavía los niveles de la primera quincena de marzo, que los viajes en avión están bajo mínimos y que la actividad industrial sigue su lenta puesta a punto. Pero bueno, el ser inhumano está de vuelta y dándole al medio ambiente donde más le duele. ¿Recuerdan aquel tiempo de confinamiento en el que todo el mundo repetía el latiguillo de "he aprendido mucho y ahora valoro lo que es importante..?". Pues a muchos se les ha olvidado pronto. Como era previsible.