dónde irán los besos que guardamos, que no damos; dónde se irá ese abrazo, si no llegas nunca a darlo. A la doble pregunta cantada de Víctor Manuel ahora cabe responder que van a la carpeta de carantoñas pendientes. Porque cuando el aislamiento social se levante nos vamos a hartar de besuquearnos y achucharnos, en un sobeteo jolgorioso para recuperar sabores y olores individuales hoy confinados en nuestra memoria sensitiva. Me da que haremos lo imposible por acudir a todas las citas que se nos propongan, descartando entero el manual de excusas que empleábamos para que pasaran de nosotros algunos cálices. De hecho, levantaremos copas a la menor ocasión para celebrar la amistad que creíamos blindada a través de un espacio digital que se nos ha revelado con un mero sustitutivo de las relaciones presenciales. Esto va ser una fiesta, también en horizontal en tanto que sobrevendrá una verdadera exaltación del amor hecho sin remilgos. Nos veremos otra vez en los bares, las casas volverán a erigirse en lugares de encuentro bullicioso y a nada que aguante el bolsillo se recuperarán los viajes que metimos al congelador a la espera de tiempos mejores. Y, si no, siempre nos quedarán montes y parques fluviales para andarlos hasta donde nos aguanten las fuerzas, naturalmente en compañía y saludando a quienes nos encontremos a nuestro paso como si no hubiera un mañana. No se me ocurre mejor terapia en estos momentos de enclaustramiento responsable que visualizar todo lo bueno que nos aguarda en el ámbito de los vínculos personales, siquiera para compensar los perjuicios virulentos que en la esfera laboral acarreará el COVID-19. Más allá de la necesidad de reforzar los servicios públicos esenciales y de consolidar unos protocolos eficientes para responder a futuras pandemias, la mejor enseñanza de este infausto coronavirus radica en que habremos aprendido a vivir todos los días, haciendo hoy lo que ya nunca querremos dejar para mañana.