os mayores de 70 años se han echado a la calle como niños con zapatos nuevos tras casi dos meses de reclusión forzosa. Aburridos más que ningún otro segmento ciudadano porque como seres analógicos carecen de acceso en condiciones al mundo digital, con las opciones de entretenimiento y socialización que ofrece, y además se encuentran limitados para hacer ejercicio casero, con o sin balcón. Pasto además de una percepción agudizada de aislamiento, pues como población de riesgo se les ha privado del contacto regular con los hijos no convivientes así como de la relación física con los nietos ante la seria amenaza que representan los menores como superpropagadores del coronavirus. Con un horizonte exiguo por el infalible discurrir del calendario, buena parte de nuestros abuelos siguen arrastrando asimismo en estos días inciertos una severa fragilidad emocional derivada de que llegaron a pensar que nunca más saldrían de casa. Con el factor agravante de que ha arraigado en su interior un caudal rebosante de empatía con los coetáneos muertos en soledad por los rigores de este criminal COVID-19 y en cuya piel se ponen porque los nombres de esas esquelas bien podrían haber sido los suyos. Así que cómo no comprender su alegría e incluso alborozo por toparse de nuevo con viejos conocidos, algunos de los cuales imaginaron que difícilmente volverían a ver. Y cómo no festejar la recuperación tanto de la libertad siquiera condicional, para alivio de la desorientación que les inflige el encierro, como de esas rutinas que les activan por dentro y por fuera, sintiéndose más vivos al transitar por las calles donde fueron felices. Se trata de aprovechar a tope cada día de la desescalada progresiva como entrenamiento para afrontar la normalidad renovada como si literalmente no hubiera un mañana. Con el preceptivo reconocimiento a los abnegados cuidadores de todos aquellos para los que hace mucho tiempo de casi todo. Incluidos quienes subsisten confinados en sus propios cuerpos, ya anquilosados por la edad y otros males.