dos días después de que el traslado de los restos del dictador derivara en un acto de exaltación del régimen franquista, ninguna de las paniaguadas asociaciones ultras que ven a diario enaltecimiento del terrorismo y delitos de odio donde no los hay, observan ahora nada merecedor de ser investigado. Tampoco la Abogacía del Estado ni la Fiscalía de la Audiencia Nacional, dispuestas a empapelar a todo el que se mueve bajo criterios distintos a los suyos, han abierto la boca para denunciar el akelarre en el que la familia del genocida convirtió la exhumación, con el golpista Tejero de actor secundario pero que terminó erigiéndose en la estrella invitada. Ni siquiera el Gobierno de España, que por coincidencia de fechas se encontró de regalo con un acto del que podía sacar provecho electoral, ha dicho nada de estos excesos, ni de la urgente necesidad de reformar la Ley de Memoria Histórica para que exhibiciones fascistas como las de este jueves no se hagan con absoluta impunidad.

Ha quedado de manifiesto, una vez más, que la democracia española tiene déficits que convendría corregir. Y que difícilmente España puede ser un país serio a ojos del mundo occidental mientras la familia Franco, enriquecida con bienes que jamás pagó, goce de patente de corso para hacer lo que le dé la gana, incluida la ostentación de la prohibida bandera rojigualda con el aguilucho. Una cuadrilla de ricachones porque a ninguno de los gobiernos que han estado al frente de Moncloa desde 1979 se le ha ocurrido incautarles las propiedades robadas al erario público. Entre estos millonarios herederos de Franco se encontraba en primera fila Alfonso de Borbón, familiar directo del rey Felipe, que no deja precisamente en buen lugar la desgastada imagen la monaquía española.

Sorprende que, en estas circunstancias, todavía hay a quien le chirría que la mitad de los catalanes no quiera seguir perteneciendo al Estado español.