a poco más de dos meses para que UPN reúna a su militancia en el Congreso que elegirá a la nueva dirección, el partido regionalista atraviesa sus horas más bajas. Desplazado del poder en 2015 y sin capacidad real de gobernar desde que en junio de 2012 Barcina se atrincheró en su minoría tras romper peras con el PSN al cesar a su vicepresidente Jiménez, los regionalistas sufren una inédita soledad parlamentaria. Y lo que es peor para sus intereses, no hay visos a corto plazo de que la situación vaya a cambiar. Más bien al contrario, semana sí semana también, los capitaneados por Esparza protagonizan polémicos enfrentamientos con los socialistas que minimizan todavía más las posibilidades de un entendimiento a corto plazo. Al mismo tiempo, con sus desaires refuerzan internamente la estrategia de María Chivite y cohesionan a los grupos políticos que hoy son partícipes en la toma de decisiones en Navarra.

Lejos de hacer autocrítica, en UPN ya han establecido un responsable de su propia radicalización, esa que le ha llevado a perder la centralidad política y su influencia en la política foral. El culpable no es otro que el PSN, a quien acusaban ayer, en los habituales mensajes que difunden entre sus bases a través de las redes sociales, de que "hace tiempo eligió a otros socios".

Curiosa esta reflexión de quien la pasada primavera, en lugar de buscar el entendimiento con la única sigla en la que podía apoyarse para recuperar el Palacio foral, decidió unir su destino al del PP, un partido al que todas las encuestas situaban como fuerza extraparlamentaria, y a Ciudadanos, una formación antiforalista que debería colisionar con los principios fundacionales de UPN. La plataforma de derechas le ha venido bien para recuperar alguna alcaldía y poco más. Queda por ver si alguien se cobra la factura de haber diluido su marca y haber contribuido a llevar el partido a la cuasi irrelavancia.