Ni la que se había definido como primera jornada clave del denominado proceso del procés por la declaración ayer como testigos de, entre otros, el expresident de la Generalitat, Artur Mas, el entonces presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy, y su vicepresidenta, Soraya Sáenz de Santamaría, ni las anteriores sesiones celebradas hasta el momento en el Tribunal Supremo han aportado novedad jurídica alguna que permita siquiera razonar las acusaciones que dan lugar a la propia apertura del juicio, mucho menos la prisión preventiva de dieciséis meses de los doce acusados en el mismo. Tampoco han aportado novedades políticas relevantes a lo que ya se conocía del desarrollo del procès y de las deliberaciones en la Generalitat o el Gobierno del Estado más allá de la confirmación del ya conocido escaso diálogo entre ambos ejecutivos, extremo que fue confirmado textualmente ayer tanto por Rajoy como por Sáenz de Santamaría y que, según el soberanismo catalán, es especialmente achacable a la falta de voluntad o diligencia de Rajoy y su gobierno. Llegados a este punto y a expensas de que la declaración hoy como testigo del lehendakari Iñigo Urkullu respecto a sus intentos de mediación pudiera desvelar algún aspecto concreto que explique los motivos de tan escasa disposición a la búsqueda de soluciones, cuando se han celebrado ya nueve sesiones del juicio oral iniciado el pasado 12 de febrero sí cabe, en todo caso, extraer algunas previsiones: La primera, que ni Fiscalía ni acusación particular van a tener fácil soportar en el art. 472 y siguientes del Código Penal la acusación del delito de rebelión ni la Abogacía del Estado va a poder hacer lo propio en el art. 544 sobre la sedición. La segunda que, por tanto, reducido el juicio a lo que se juzga, es decir, esos delitos -junto a los menores de malversación y desobediencia-, el mantenimiento de la prisión preventiva está hoy, si cabe, todavía menos justificado. En tercer lugar, que el juicio no es ni de lejos un escenario que aliente el diálogo -el juez Marchena cumple su función de impedir el debate- sino que encastilla, justificándolas en la actitud del otro, las posiciones que se enconaron durante el procés. Y que, por tanto, pese a lo que ha pretendido el Estado español, las sesiones en el Supremo solo sirven para evidenciar un conflicto político que el juicio no contribuirá a remediar.