La sentencia del Tribunal Supremo y la escandalosa desproporción de las condenas impuestas a los políticos soberanistas demanda de la sociedad catalana y sus dirigentes institucionales y políticos en su legítima, razonable y hasta necesaria respuesta la contención inmediata de episodios que, por su insensata deriva a la violencia, pueden llegar a desvirtuarla. Sin obviar el irreflexivo interés en magnificar esos disturbios evidente en algunos ámbitos y medios, el soberanismo catalán y sus aspiraciones no pueden permitirse que la imagen de las protestas se concentre en las actitudes agresivas y su resultado de enfrentamiento, tampoco que se pretenda hacer recaer el liderazgo de las mismas en elementos radicales cuyo impulso casi nunca responde al mismo interés de las reivindicaciones en que se insertan y de las que se aprovechan. Contrariamente a lo que hizo ayer el president Torra al generalizar su apoyo a “todas las manifestaciones que se están produciendo”, señalar y separar a sus protagonistas servirá, además, para deslegitimar a quien pretende utilizar los altercados como pretexto de la continuidad de la represión ejercida por el Estado o al menos como argumento de cara a una campaña electoral en la que los partidos españoles han decidido presentarse con una amenazante e irresponsable mueca de dureza hacia Catalunya. Ni el propio presidente en funciones, Pedro Sánchez, quien citaba ya hace días una posible aplicación de la Ley de Seguridad Nacional o incluso la de una nueva apelación al artículo 155, ni Pablo Casado y Albert Rivera, en su exigencia inmediata a Sánchez de la primera o el segundo, explicitadas también tras las reuniones mantenidas ayer, han sido capaces de anteponer la prudencia que reclama el interés general al aspaviento patriótico que al parecer entienden les demanda su codicia electoral. Y lo han hecho sin siquiera caer en la cuenta de que sus pretensiones conllevan idéntica desproporción que la sentencia del TS -quizá por compartir con este genética ideológica- en la interpretación de las atribuciones que permite la ley, ya que tampoco se dan las circunstancias ni supuestos de dichas normas para decretar su aplicación. Una desmesura asimismo carente de sensatez que degrada las relaciones, encona el conflicto y contribuye a que en la sociedad catalana, especialmente en su juventud, crezca un sujeto colectivo que empieza a caracterizar al Estado como enemigo.