Con motivo de las celebraciones oficiales por el día que es hoy –aniversario del referéndum constitucional del 78– parece oportuno arrojar una visión menos formal del momento que vive la norma básica del Estado. El debate político español vive la curiosa paradoja de que, quienes más apelan a la Constitución para confrontar a los nacionalismos vasco y catalán son, simultáneamente, quienes más contribuyen a vaciar de contenido los derechos y principios que la propia Carta consagra. Se esgrime como muro identitario frente a las “periferias” mientras se construyen políticas que cuestionan o merman las garantías para la ciudadanía.

El relato del nacionalismo español más excluyente se ha instalado en la derecha política y en sectores que se reivindican progresistas. Reduce el texto de 1978 casi a su artículo 2 y a la “indisoluble unidad de la Nación española”. Cualquier reivindicación vasca o catalana de autogobierno, reconocimiento nacional o derecho a decidir se presenta como agresión a la Constitución, aunque se articule por vías democráticas y pactadas. Es la sacralización de una única nación con legitimidad plena y el resto de identidades solo se admiten como folklore subordinado sin margen de que construya un marco jurídico consecuente. En paralelo, ese nacionalismo disfrazado de constitucionalista ha impulsado decisiones que erosionan pilares básicos del Estado de Derecho y la propia soberanía: desde la reforma exprés del artículo 135, que subordinó la soberanía presupuestaria a los mercados, hasta recortes y políticas recentralizadoras que tensionan derechos como la salud, la educación o la libertad de discrepar –‘ley mordaza’–. La unidad territorial se eleva a valor absoluto mientras se relativizan libertades y derechos fundamentales del Título I, que se tratan como meras variables de ajuste, maleables y, en ocasiones, incluso soslayables.

Los discursos de desigualdad por credo, género, origen o raza son, sencillamente, anticonstitucionales, pero materializan políticas públicas allí donde gobierna la derecha. Lealtad constitucional es aplicar coherencia entre la norma y su ejecución política. Defender la plurinacionalidad, el autogobierno vasco y los derechos sociales no amenaza la Constitución; usarla como simple coartada de políticas que no respetan sus principios sí la está deslegitimando.