Más allá de las evidencias que los ciudadanos obtienen de primera mano, las cifras de la pandemia se han convertido en el soberano argumento para valorar el rendimiento, la fiabilidad y, a la postre, la calidad del sistema sanitario. Nadie duda de que las cifras son la forma más objetiva de evaluar un sistema, pero antes de animarse a hacer comparaciones entre sistemas convendría asegurarse de que las cifras son incuestionables. Pero no lo son, y no necesariamente por malicia, que a veces también, sino porque son recogidas en un momento crítico. Eso hace que se pasen por alto factores (sociales, políticos y hasta climáticos) con notable incidencia en ellas. De reflejar algo, reflejan mucho más que la mera eficiencia del sistema sanitario. Aun así, se ha extendido un uso tan simplista de ellas en esta crisis sanitaria que permite a unos hacer críticas desproporcionadas y a otros presentar su sistema como orgullosa enseña. Para colmo, algunas administraciones se valen de tablas y gráficas para remarcar su ventaja y establecer con otras comparaciones que rayan en la insensatez. Sabemos que con las cifras ningún sistema queda fielmente retratado, pero parece que quien exhibe una menor cifra de contagios o una curva más suave consigue darle más atractivo. No estoy hablando solo del retrato del sistema sanitario, sino por extensión del político. Y no solo de nuestros sistemas sino de los del ancho mundo.

Parece evidente que China, pese a las sobradas pruebas de su desprecio por los derechos humanos, ha aumentado su prestigio en esta crisis. Incluso ha llegado a hacer ostentación de las ventajas que tiene controlar férreamente las libertades de sus ciudadanos. Las cifras parecen decir que esos abusos no importan realmente en esta situación. Parte de las dudas y los retrasos que han aquejado a nuestros gobernantes más cercanos, han ido por esa vía: ¿había que sacrificar la libertad de movimiento en aras del control de la pandemia? La cuestión ha estado encima de la mesa y ahí vuelve a estar en cuanto las cifras empeoran. Parece como si el gobierno hubiera dejado a un lado ciertas libertades públicas para atender a su obligación de velar por la salud de sus ciudadanos. Tenemos democracias antiguas, aunque bastante zarandeadas en el curso de los últimos tiempos, caso de Gran Bretaña, que se han resistido a ceder en ese terreno. Y todavía está pendiente la postura de Suecia. En aquel caso la avalancha de malas cifras ha hecho tambalearse las soluciones más tolerantes y ha obligado a una urgente búsqueda de otras más expeditivas. Este episodio se ha venido dando, en tiempos y escalas diferentes, en muy diversos países.

Algunos representantes políticos opositores, curiosamente los más próximos a quienes sacrificaron generaciones enteras en las guerras del siglo pasado, dicen que no hay que recular en este conflicto. Así que han aprovechado la ocasión para mostrarse sumamente aguerridos con los dirigentes, por más que sus correligionarios más allá de sus fronteras estuvieran haciendo a destiempo el mismo recorrido, de los oídos sordos a las medidas precipitadas. Tenemos casos cercanos con gente tan aguerrida que solicita abiertamente la implicación de los guerreros uniformados en el combate feroz contra el microscópico virus. En su atolondrada óptica deben ver ahí un desequilibrio de fuerzas favorable. ¿O es que realmente llevan cartas interesantes para envidar a la grande?

El carácter heterogéneo que por su origen presentan las cifras tampoco ayuda. Como el Estado está obligado a ofrecer ante los organismos internacionales un retrato homogéneo tiende a presentar un frente compacto donde se confunde solidaridad y patriotismo. El asunto se ha complicado, además, desde el principio, porque el impacto ha sido tremendo en el centro de la península y en las áreas con mayores índices de desarrollo. Eso ha hecho que las ondas mediáticas propaguen el desastre hasta el último confín y que las medidas restrictivas y homogéneas se presenten a todos como innegociables. Puesto que hay precedentes en el extranjero, podríamos preguntarnos: ¿debió de cerrarse Madrid como Wuhan a cal y canto? Igual hay que imaginar para más adelante nuevas rutas para viajar por tierra de Barcelona a Granada; igual hay que hacer salir los vuelos trasatlánticos desde Zaragoza. Sabemos la respuesta: ni se contempló ni se contempla. Qué sería de esa gente de provincias si nosotros falláramos, sin este nudo central, piensan. Hay otra pregunta quizá igual de inoportuna: ¿cómo se puede mantener ágil la cabeza y dirigir la administración cuando en el nivel regional más inmediato reina la histeria y asustan las horribles cifras? Sorprendentemente se responde a esta calamidad culpando a la descentralización de la sanidad. Viendo lo que vemos, parece bastante claro que centralizados participaríamos del desastre. Si las cifras dicen algo, Baleares, Andalucía o Murcia son prueba de la desigual incidencia del virus, por lo que quizá no quieran ser arrastrados a las angustias con que se gobierna en la Puerta del Sol.

Como regla, las cifras, buenas y malas, deberían de servir como referencia. Lo que carece de sentido es que, gracias al bombardeo mediático, el ciudadano acabe por valorar la calidad de su sanidad, desde su casa, atendiendo a la posición que esta ocupa en las listas de contagiados, ingresados y muertos. Calladamente, eso está desatando una loca competición por las cifras, como si se tratara de la Liga. Tampoco somos originales, porque eso se advierte también a nivel europeo, continental e internacional. Por si fuera poco, hay denuncias de trampa en las cifras. Nos cuentan que China mintió, que Macron no contaba todos los muertos, que en Alabama los entierran de noche€ En fin, quizá convenga despegar la vista de los datos. Y si es verdad que esa minúscula criatura está próxima a hincar el pico, lo que pediría es que aflojen un poco o que, antes de darlas, analicen con más rigor las cifras.