Se veía venir. Siempre hay alguien, algún experto o algún mando intermedio, que entre semana adelanta la posible ampliación del confinamiento a modo de globo sonda. Si no hay quejas sólidas en contra, para el fin de semana la ampliación es un hecho. Bien adobada, apabullando y apoyándose en cifras, tantos por ciento y referencias a los países más castigados, siempre a los más castigados, por el coronavirus. Te preguntas qué valen las cifras y las referencias ante una imagen: esa foto de Berlín, decenas de ciudadanos sobre la hierba primaveral a orillas del río Spree que publica el País del sábado 18 con clara oportunidad. Te preguntas en qué cruce se bifurcan los caminos en la prevención de la pandemia. Por qué unos van a dar a esa foto campestre y otros al régimen cuartelero de ciudadanos confinados y patrullas policiales ojo avizor.

Al coronavirus nos lo presentaron allá por Enero como una gripe un pelín más fuerte que otras, inofensiva para el ciudadano medio, dañina tan sólo para ancianos y gente con patologías previas. Y como tantas veces, nos dijimos que, si nos toca, pasaremos la gripe trabajando. Una frase muy nuestra. De pronto el coronavirus pasó de inofensivo a mortal. Su capacidad de contagio, mortífera. El cambio para el ciudadano fue brutal. Se encontró de la noche a la mañana convertido en una bombamóvil de contagio letal para sus semejantes que había que desactivar. Y la consigna fue: confinamiento. Y el confinamiento tiene su propio lenguaje. Una persona en un banco de parque es un peligro. Un ciclista es un posiblehomicida por negligencia según el operativo que lo interpeló. Presentaré al ciclista si se me exige. Una familia camino de su segunda residencia no es un grupo terrorista porque lleva niños, pero casi. Y todos, todos cometen el pecado de la época: todos son insolidarios. Nos lo recuerdan cien veces al día esos dulces, dulces, duuulces reportajes de familias confinadas con niños que pueblan las cadenas televisivas. No hay opiniones en contra. O no las sacan. Ni siquiera tienen nada que decir esos cientos de miles de ciudadanos asintomáticos que, quieras que no, han pasado la cuarentena en total y enmascarillado aislamiento. Los que antes pasaban la gripe trabajando.

Algún día nos explicarán el papel de los medios en esta crisis. Y el de los partidos, dicho sea de paso. Nadie quiere parecer insolidario. Ese pecado nefando. Por eso nadie presenta alternativas. Ni tan siquiera críticas fundadas. Y aquí es donde se genera esa concepción dictatorial. Aquí donde se bifurcan las vías de lucha contra el coronavirus. El totalitario todo o nada, el confinamiento sepulcral y sin actividad laboral mientras las patrullas apatrullan las alambradas de cada territorio con su estela de multas, sanciones y delitos. O la vía con grados y escalas que permitan el deporte, como en Suecia y California. Pasear en solitario como en zonas de Italia. Sí, de Italia. Clientes en terrazas de Estocolmo. Restricciones muy parciales en Dinamarca y Oslo. Ámsterdam, que sólo prohíbe las aglomeraciones en sus turísticos canales. Alemania, con sus clientes de dos en dos en las terrazas, su deporte responsable, y esa foto gloriosa del sábado en Berlín. Comparaciones y países todos que cuesta encontrar en nuestra prensa diaria, que agota la información en los muertos de Italia o en los de los EEUU, donde ya sabemos que, naturalmente, Trump hace todo mal. Países con sus diversos grados de confinamiento. Todos modificables, pero ahí están. Seguramente con un bajísimo nivel de sanciones si es que las hay. No presentan el número de multas como un trofeo. Y además las cifras de la pandemia son semejantes en ambas vías. Un coronavirus cebado en los colectivos vulnerables que antes citábamos con un 85 %. Y una diferencia básica: el gasto.

Hay algo aberrante, amén de caro, en ese concebir la totalidad del país como enfermos posibles. Testar a cientos de miles. Y resolver con un decreto del Ejecutivo, es decir, con criterio político, una polémica científica como el asunto de las mascarillas, que unos expertos dicen que sí y otros dicen que no, a tono con La Parrala. La distancia de seguridad, que comenzó con un metro, pasó a uno y medio y ahora está en dos. La espiral del pánico que denuncia la periodista Schwarz. Una espiral de ordenanzas y pánico que genera comisarios de portal, chivatófonos y las clásicas denuncias anónimas que siempre están a favor del viento legal pero que siempre tienen un lado oscuro. No parece sensato esa dispersión de fuerzas y una distribución masiva a la ciudadanía de material sanitario que conllevará su habitual secuela de carencias y disfunciones. Más propio e idóneo se presenta el esperar a pie firme en la primera línea sanitaria, la sintomática, y esa sí, bien dotada de material y recursos humanos. La táctica es casi militar, pero es la más usada por los países de confinamiento en grados con tan buenos o mejores resultados que la vía del cierre total.

Lo que tiene el chaparrón de cifras de la pandemia que nos recitan cada día es que es monotemática. No existe nada más en la actualidad que el coronavirus y el confinamiento. Pero tras cinco semanas de aislamiento y tres más que nos caen, mas un proceso de desconfinamiento que ya se anuncia largo, laaargo, comienzan a asomar, por fin, las cifras de esa otra pandemia de desempleo, Ertes, autónomos € 55.000 personas al paro en nuestra Navarra. Mas el desempleo inducido. Hay voces y organizaciones trabajando esta pandemia laboral tan mortal como el coronavirus. Que salten las cifras. Y los tiempos de recuperación. Una buena factura. Toda la casuística laboral que el confinamiento total está generando y que será de mucho menor impacto en los países que optaron por la vía de grados. A ver si por vaciar el agua de la bañera se nos va la criatura por el desagüe. Puedo entender que, por letal y desconocida, la pandemia haya obligado a una estricta seguridad. Pero el tiempo pasa y se le empieza a dar cara con eficacia. Que nos expliquen por qué no se suaviza el cierre. Es una situación que se presta a interpretaciones que ya no son médicas y sí más políticas. Francia, que nos faltaba en el mapa europeo, ha optado por un régimen casi tan estricto como el nuestro y un funcionamiento presidencialista. Pero ese reflejo napoleónico está en su naturaleza. España es otra cosa, pero es lícito preguntarse a quién favorece este panorama inmovilista.

Una encuesta reciente del Instituto Elcano refleja un fuerte aumento de la autoestima nacional por la crisis. Orgullosos de ser españoles por la forma y la respuesta ante el coronavirus. Y eso, quieras que no, se refleja en el crédito del Ejecutivo. Crece el prestigio del presidente dentro y fuera del país, el predicamento que no le dieron las urnas. Dentro, tiene fuerza para negociar con una Comunidades y unos nacionalismos que, quieras que no, acatan el plan de lucha. Fuera, para proponer un gran fondo de deuda perpetua de la UE, que es una forma elegante de pedir. Quisiera decir que me cuesta entender ese exprimir ventajas de una crisis, pero es que no sé si son ventajas buscadas o devenidas. Yo prefiero, antes que la seguridad estricta y la llamada a la guardia pretoriana, ese apelar a la responsabilidad de los ciudadanos para cumplir las normas básicas, por y para sí y para sus conciudadanos. Es una vía más democrática. Y de más altura ética. Y además es la que lleva a la gozosa foto de Berlín.