Por más que trato de digerir lo ocurrido sigo exhausta al revisar de forma hipnótica fotografías y vídeos del ataque de Hamás. Tanta barbarie y crueldad me paralizan. Ese abordaje inhumano y despiadado de los terroristas cara a cara contra civiles indefensos me sobrecoge. Las escalofriantes imágenes que circulan en redes sociales nos permiten reconstruir el horror de lo sucedido en el festival celebrado en el desierto de Neguev al sur de Israel a apenas cinco kilómetros de la frontera con Gaza. Para los jóvenes hebreos era tan habitual avistar misiles en el aire que ni siquiera les sorprendió ver cohetes sobrevolando el amanecer desde Gaza aunque sonaran las alarmas. Se sentían confiados con su potente sistema antimisiles Cúpula de Hierro. Siguieron bailando música electrónica.

“Todo va a estar bien”, se decían (testimonios de supervivientes) mientras los terroristas se dispersaban con lanza granadas y rifles de asalto. Según los testigos, a las 4.30 de la madrugada un vigilante llamó a su madre para avisar que volaban cohetes. Casi nadie se movió. Mientras más de 3.000 jóvenes bailaban música electrónica en una fiesta rave hippie que reivindicaba la paz y el amor alrededor de mil yihadistas atravesaban las vallas de seguridad y aterrizaban en el desierto con parapentes motorizados.

50 de estos terroristas irrumpieron por sorpresa con furgonetas abriendo fuego. Los terroristas pudieron emplear más de dos horas a disparar, rematar a las víctimas con disparos en la cabeza, quemar coches y secuestrar a cientos de jóvenes. Abominable, condenable, in. Atrapados en medio del desierto, en campo abierto, desarmados y sin posibilidad de refugio, fueron un blanco fácil. Fueron coche por coche, árbol en árbol, escondites incluso refugios. En uno de los vídeos la familia de una de las jóvenes desaparecida reconoce por los tatuajes a una chica germano israelí que aparece inconsciente tendida en una furgoneta que pasea por Gaza su trofeo mientras uno de los yihadistas la escupe a la víctima y vitorean “Allahu Akbar (Ala es el más grande)”. Muchos jóvenes israelíes y occidentales sobrevivieron escondidos en árboles en un bosque cercano durante más de seis horas, otros haciéndose los muertos y hubo quienes lograron huir y filmaron su huida con smartphones. Siguiendo su rastro estaban jóvenes yihadistas fanáticos de la misma edad (20-30), entrenados evidentemente durante mucho tiempo, que se colaron por tierra, mar y aire en una operación sigilosa, sin dejar rastro de móviles y radares, aprovechando la festividad del Sucot y un mayor despliegue de fuerzas de seguridad en la frontera con Cisjordania. Fueron capaces de abrir 22 brechas en la valla que separa Gaza de Israel –supuestamente un muro inteligente con sensores, cámaras y satélites– entrando con excavadoras, furgonetas y motocicletas. Y una se pregunta cuanto odio pueden acumular no sólo estos terroristas sino muchos jóvenes de Gaza, cuánta mierda han soportado para que no uno sino un millar de chavales armados, más todo el apoyo que han tenido detrás, puedan perpetrar semejante masacre. Dos generaciones, la árabe y la hebrea, que desde pequeños han vivido separadas, que no han podido conocerse y que, sobre todo, no han tenido las mismas oportunidades.