la aplicación garantista de la ley y la finalidad resocializadora de las penas no deberían cuestionarse salvo que el ánimo de venganza determine tanto la acción de la Justicia que decreta las condenas como la política penitenciaria que las materializa. Sentados los principios generales ajenos a todo revanchismo punitivo, cabe plantear sin embargo con argumentos de fuste alguna salvedad, en concreto el caso de los depredadores sexuales. De acuerdo para empezar a la probabilidad acreditada de recurrencia, aunque también a la notoria indefensión de las potenciales víctimas, en particular menores y singularmente niñas. Evidencias que colisionan con la penosa realidad de que la inmensa mayoría de los condenados por delitos sexuales rechazan tratarse en la cárcel para no tener que asumir su responsabilidad ante los allegados ni asimilar su culpa. La resultante es que retornan a la calle con la falsa sensación del daño reparado y sin ningún saneamiento interior, una aberración a corregir sencillamente con la obligatoriedad de la terapia psicológica como premisa para acortar la prisión ininterrumpida. Luego están los reincidentes efectivos y ahí también habría que por lo menos estudiar la castración química -regulada por ejemplo en California o Florida- y la localización permanente de esos sujetos. Ciertamente, la alarma social no puede justificar la arbitrariedad penal, pero no todos los delincuentes tienen cura, menos aún algunos de índole sexual. Aunque cueste aceptarlo. Que cuesta.