El juicio iniciado ayer en el Supremo de Madrid contra los dirigentes catalanistas en la cárcel o en el exilio está viciado de origen. Claro que es un juicio político. Se sabe que se utilizaron medios y medidas poco ortodoxas, por decirlo suavemente, para conseguir que el caso terminara en manos del juez Llanera. Su instrucción, se sabe también, fue desastrosa, incluso vulnerando en varias fases el derecho a la defensa de los acusados y forzando el veto a sus libertades y derechos políticos como electos. Se sabe que se ha impuesto la presencia del juez Marchena como presidente de la Sala Penal que juzga el caso. Forma parte de un modelo judicial en los altos tribunales en que el amiguismo político e ideológico es clave en el nombramiento por encima de la capacidad y cualificación profesional. Y eso, guste o no, pone en tela de juicio un elemento clave de la justicia garantista y democrática, la imparcialidad. Igualmente, se sabe que las acusaciones que se les imputan han quedado desprestigiadas en varios tribunales europeos de Bélgica, Alemania, Suiza o Gran Bretaña. En realidad, el proceso judicial y las penas que se les piden desde la Abogacía del Estado y desde la Fiscalía y desde la acusación particular que ejerce el partido ultra Vox no tienen fundamento alguno. Se forzaron al máximo los tipos penales para aumentar al máximo también las penas de cárcel, pero se hizo sin que se pueda justificar el alcance real de los hechos que se les imputan. Ni hubo rebelión, ni sedición ni malversación ni organización criminal. Ni por supuesto hubo otra violencia que la violencia policial que muestran y prueban miles de imágenes y vídeos. Y si hubo delito de desobediencia, las penas de cárcel no están justificadas. Claro que es un juicio político: los dirigentes catalanistas llevan más de un año en prisión preventiva sin ninguna prueba que avale los delitos que pudieran justificar esa medida excepcional. Es simple venganza. Y solo falta ver a Vox -cuyo abogado, por cierto, tuvo que reconocer ayer que tiene una orden de busca y captura en Gran Bretaña- al frente del protagonismo mediático del juicio para saber que es un acto político. Se les juzga por hacer política, por cumplir sus compromisos electorales avalados democráticamente por la mayoría de catalanes y catalanas en las urnas y con el aval de una sede parlamentaria legítima. Unos hechos democráticos que no incurren en ninguna tipificación delictiva, y si no hay tipo penal tampoco hay delito. Ya lo han advertido también numerosos juristas y constitucionalistas del Estado español, que en este proceso judicial se ha rozado, si no se ha ido más allá, la prevaricación y el fraude de ley. Y siguen en lo mismo. En realidad, no se juzgan los hechos del 1-O de 2017, sino la deriva involucionista iniciada por el Estado más de 10 años atrás con la excusa de Catalunya. No se juzgan delitos, sino la apuesta política por la defensa de posiciones democráticas frente a una visión autoritaria y restrictiva de la propia Constitución. Claro que es un juicio político y con dudas sobre las garantías de derecho a la defensa y de imparcialidad de los acusados. ¿Qué, si no?