es cierto que la sentencia del Tribunal Supremo que ha cerrado de momento el proceso judicial del caso Alsasua supone en su fondo jurídico un nuevo varapalo a la instrucción de la jueza Lamela y a la labor del fiscal Perales en la Audiencia Nacional. La primera dictó un auto contra los ocho jóvenes de Alsasua en el que se les acusaba de terrorismo con el único aval de los informes de la Guardia Civil de Madrid sobre la bronca con los dos agentes en un bar de la localidad a altas horas de la madrugada en un día de fiesta. Y a ese auto le acompañó Perales hinchando las acusaciones con la finalidad de sostener las más altas penas de cárcel. Una jueza-estrella y un fiscal-halcón, dos perfiles habituales en una Audiencia Nacional en el que los intereses personales de jueces y fiscales en el impulso de su carrera profesional y los intereses políticos suelen caminar de la mano. De hecho, Lamela ya ha sido premiada con un puesto en el Supremo. Todo ello ya vició este proceso desde el inicio, ya que la acusación de terrorismo fue rechazada en el juicio en la misma Audiencia Nacional. Pero ya había cumplido el objetivo de trasladar el caso a ese órgano judicial en contra del criterio de los jueces de la Audiencia de Pamplona. El caso cobró una dimensión ideológica con una inmensa campaña de manipulación e intoxicación mediática y política que vilipendió la imagen de Alsasua y de Navarra y la realidad social de sus habitantes y del conjunto de la sociedad navarra. Es evidente que conforme se han ido sucediendo las apelaciones a las sentencias de las diferentes instancias, la calificación penal de los hechos se ha ido reduciendo y se ha eliminado buena parte de lo agravantes. Pero esa evolución no ha eliminado la carga de desproporción que ha ensombrecido desde el primer momento este caso. Nadie duda, ni en Navarra ni en Madrid, que en cualquier otro lugar del Estado hechos similares hubieran tenido otro devenir judicial y penal. Ahora, el Supremo ha rebajado de nuevo las penas, pero se mantiene esa desproporción. Los magistrados no han podido -o no han querido- ir hasta el final, se han dejado influir por el enfoque político alimentado desde Madrid y han mantenido el objetivo de aplicar las máximas penas de cárcel. Incluso invirtiendo la carga de la prueba cuando no pueden probarse las acusaciones contra uno de los jóvenes. Brutal. Se ha antepuesto el escarmiento a la justicia. En realidad, si el Supremo hubiera aplicado los criterios de una justicia garantista, la sentencia hubiera implicado, si no la absolución, sí una reducción aún mayor de las penas y su puesta en libertad tras llevar ya entre dos y tres años de cárcel siete de los jóvenes acusados. Y ello habría puesto en tela de juicio no sólo todo el despropósito de este proceso, sino el mismo sistema de la Audiencia Nacional como un órgano judicial excepcional, la actuación de la jueza, el fiscal y las acusaciones particulares y la propia intencionalidad de parte de la Guardia Civil en los informes que han sostenido la versión policial del caso. Quizá por ello ha preferido no abstraerse del sesgo ideológico que ha contaminado el caso Alsasua. Queda ahora recurrir al Tribunal Constitucional y esperar si se admite a trámite, lo que debiera conllevar la puesta en libertad de los jóvenes hasta su pronunciamiento. E insistir al Tribunal de Estrasburgo. Pero el daño injusto de la desproporción penal ya está causado. Todo será muy tarde.