es un ejercicio cíclico: ensalzar el periodo histórico de la llamada Transición del 78. Por supuesto, la versión oficial edulcorada de aquellos años de sueños y desencantos. La excusa ahora ha sido la exhumación vergonzosa de la momia del genocida Franco de Cuelgamuros, que derivó en un homenaje indisimulado, casposos, cutre y chabacano -como lo fue en realidad el propio franquismo- al dictador y a su viejo régimen exhibido para mayor ridículo al mundo en una desastrosa retransmisión televisiva. Es cierto que ha sido un paso más en la recuperación de la memoria, el reconocimiento y la justicia de las decenas de miles de víctimas que dejaron Franco y el franquismo tras 40 años de poder, represión y vulneración de los derechos humanos. Pero sigue habiendo miles de personas desaparecidas en cunetas y fosas, sigue habiendo monumentos y simbología de exaltación al genocidio franquista y sigue habiendo un enorme velo de silencio y secretismo sobre el expolio de tierras, empresas y recursos que sufrieron miles de familias represaliadas. De aquella Transición, que derivó en un bipartidismo que falsea la pluralidad política y nacional del Estado, se ensalzan luces y logros, pero se ocultan obstinadamente sus muchas sombras. La actual crisis que asuela a las principales instituciones del entramado jurídico-político pactado entonces evidencia que muchos problemas quedaron entonces sin resolver. Las urgencias democráticas, laborales, políticas, económicas y sociales, y también el ruido de sables militares y la presiones de los sectores más reaccionarios del franquismo, impusieron su chantaje a la democracia con consecuencias como definiciones sesgadas y manipuladoras de la realidad histórica y un revisionismo negro irrespetuoso y aún vigente con las decenas de miles de víctimas de la dictadura. Hubo una imposición del olvido de la memoria histórica de los 40 años de larga noche franquista que aún perdura otros 40 años después. Fue el precio político a pagar a los poderes franquistas incrustados en todas las instituciones del Estado. Aquella Transición de la dictadura a la democracia fue incompleta, porque acabó pactando la continuidad de buena parte de esas estructuras de poder en las nuevas estructuras democráticas, desde la Justicia, al Ejército, los cuerpos policiales, las grandes empresas y bancos, partidos políticos y la jerarquía católica. Y esa herencia aún persiste. La Ley de Memoria Histórica aprobada hace ya 12 años no se cumple. No se trata solo de los grupúsculos de nostálgicos del franquismo que exhiben periódicamente una exaltación impúdica e injusta por aquellas terribles décadas y por el genocidio en que convirtieron el golpe contra la legalidad democrática de la 2ª República. Falta una reflexión ética -la misma que se exige a otros- sobre lo que fue y supuso la violencia franquista. Sin olvidar que la Transición del 78 también fue un periodo oscuro y duro en el que el terrorismo derechista o las actuaciones parapoliciales dejaron 2.663 víctimas por violencia política entre muertos y heridos, la mayoría de ellas olvidadas. El recurso a un recuerdo sesgado e interesado de la Transición no puede seguir siendo argumento para limitar la propia democracia. Será repetir aquellos errores que son hoy uno de los lastres más pesados que arrastran al Estado español en su actual deriva de inestabilidad política, económica, territorial y financiera.