matar al mensajero es una película de hace ya unos años sobre periodismo, poder, corrupción, verdad y miedos. El reportero Gary Webb se convierte en el objetivo de una violenta campaña de difamación después de destapar el papel de la CIA importando grandes cantidades de cocaína para destinar el dinero de la venta para los contras nicaragüenses, lo que pondrá en peligro no sólo su carrera, también su vida y la de sus seres queridos. Es un lugar común generalmente aceptado que el acceso a la información es un derecho democrático básico. Y que los medios de comunicación son un instrumento clave en la salvaguarda de ese derecho ciudadano. La idea forma parte incluso del manual de buen comportamiento público de cualquier político. Sin embargo, la realidad dicta que cuando la información no conveniente se traslada a la opinión pública, la cosa ya no es así. Es una contradicción generalizada: los ciudadanos exigen acceso a la información real, pero cuando su propio ámbito es protagonista de esa información, la posición común es de recelo, si no directamente de rechazo. Ocurre en el deporte, la cultura, el asociacionismo, las peñas... cada colectivo se transforma en un celoso guardián de su información siempre que es susceptible de ser protagonista. Y esa actitud obstruccionista es aún más extrema en el ámbito de la política, la economía, las finanzas o las administraciones públicas. Invariablemente se señala al mensajero con todo tipo de irresponsabilidades. Y da igual que la información sea veraz, esté contrastada y comprobada y tenga un evidente interés social general. Entonces, lo que se impone es un malestar elitista por publicar aquello que no debiera ser publicado. Matar al mensajero se llama esta actitud hipócrita. Y se apela a cuestiones tan peregrinas como el interés general, la razón de Estado, la ausencia de confirmación de las fuentes oficiales, la instrumentalización política, el deber de confidencialidad, etcétera. Las elites que quedan al descubierto cuando una información apunta a una actuación con indicios de irregularidad, falta de transparencia o descontrol democrático se molestan. Lo primero es que no saben nada, que no han hecho nada, que no ha pasado nada, que no hay nada irregular y que todo ha sido un ejemplo de corrección, que ha sido un tiempo de desinteresado sacrificio personal y familiar injustamente cuestionado ahora. Los tópicos son los mismos una y otra vez. La información será cierta, pero es imprudente. Imprudente para sus intereses personales, partidistas o empresariales. Para ellos, es información adecuada y apropiada para trasladar a la sociedad únicamente aquella que elaboran sus gabinetes de comunicación oficiales, que casi nunca coincide con la realidad de los hechos. Lo estamos viendo ahora en la comparecencias sin preguntas, reuniones sin fotógrafos, ruedas de prensa a través de plasma televisivo, entrevistas con cuestionarios pactados, informaciones basura, fake news, publicaciones tóxicas sustentadas en la mentira y la invención,todo un compendio del antiperiodismo que ha afectado a la credibilidad del propio periodismo. Una estrategia concertada, diseñada y puesta en marcha con toda conciencia para imponer la desinformación a la información. Devaluar el periodismo es también devaluar la democracia. Ese es el objetivo final. Mejor todo en silencio. Oculto. Reservado a cal y canto en el pequeño círculo de siempre.