No hay día sin su noticia de Juan Carlos de Borbón. No parece que al hombre, o lo que quede de él, le afecten mucho estas cosas. Por lo que se lee y oye de amigos, cercanos y expertos, está más enfadado y molesto por lo que no le dejan o no puede hacer como hacía hasta ahora que por su deambular cada más escabroso y cutre por las portadas de los medios. Es lo que tiene la edad. Esta semana se han cumplido 45 años del acceso de Juan Carlos de Borbón a la categoría de sucesor de Franco y jefe del Estado español tras jurar en las Cortes franquistas los Principios Fundamentales del Movimiento que expandió un genocidio y 40 años de dictadura, aún sin responsables ni juicios. Como llegada al poder no fue muy decorosa. Sobrevivió con muchas alegrías, más chanzas y pocas responsabilidades y fue pasando la vida en la comodidad absoluta. Por si se tropezara en alguna piedra complicada, tenía además garantizada la impunidad constitucional y legal bajo el invento de la inviolabilidad como jefe de Estado. Un precepto que avala sin vergüenza democrática alguna que mientras estuviera en el ejercicio del cargo de jefe del Estado gozaba de absoluta impunidad, como se ha demostrado. Fueran sus acciones en interés del Estado al que representaba o en interés del bolsillo propio. Que parece que fue a lo que con mayor ahínco se dedicó. ¿Cuándo se jodió el invento? En realidad, todo o la mayor parte de lo que ahora sale a la luz pública debía ser conocido por periodistas, políticos, familiares, empresarios, banqueros, amiguetes y demás cortesanos, según alardean ellos mismos ahora. Pero la cosa, mal que bien, se iba tapando con el artificio de la campechanía. Hasta que un día, un mal tropezón nocturno en una escapada a cazar elefantes a Botsuana abrió la puerta a la exhibición pública de lo oculto. A aquella amante le sucedieron otras. A los ya conocidos públicamente negocios familiares al margen de la legalidad -hija, yerno, hermanas, amigos, parientes varios, etcétera- se les fueron sumando poco a poco informaciones que le apuntaban directamente a él. La montaña fue creciendo, la cobertura legal se fue acabando y los hechos comenzaron a desbordar los muros de protección. Obligado a abdicar para tratar de salvar la Corona en la cabeza de su hijo Felipe, el paso de los meses fue agravando todo. Una larga lista de supuestos delitos -fraude fiscal, evasión de capitales, cobro de comisiones, paraísos fiscales, tarjetas opacas, tráfico de influencias, millones en acciones de Ibex ocultas en Suiza...- que se mezclan con informaciones cada vez más chabacanas sobre su vida privada. Un día le suministraban hormonas femeninas para apagar sus inquietudes sexuales, según unos, otros días necesitaba viagra para cumplir con las mismas, según otros. Todo cada vez más humillante y ridículo. Y lo publicado y desvelado por la investigación judicial es sólo la punta de un iceberg que, según parece, supera los 2.000 millones de euros escondidos por todo el mundo. Como si se tratase de engañar a la sociedad española devaluando el alcance político, ético, judicial y democrático de todo lo publicado hasta ahora arrastrando por el barro de los bajos fondos la imagen del viejo rey una vez obligado a huir al exilio -de lujo, eso sí- en una dictadura del Golfo. Ironías.