trapados otra vez en el bucle informativo permanente sobre la evolución del coronavirus y de todas sus derivadas positivas y negativas ya casi ni me acordaba de Bárcenas y el juicio en marcha por la caja B del PP. De hecho, hasta la nueva tropelía que le han pillado al supuesto actor Toni Cantó en su largo periplo político -una triquiñuela para empadronarse por la vía rápida en la lista de Ayuso en Madrid y pillar un nuevo sillón tras dejar Ciudadanos en Valencia- ocupa ya más interés en la información política que el enorme escándalo del pago de sobresueldos y financiación ilegal. Dudo mucho desde hace mucho tiempo. Sobre todo en todo esto que compone a ese triángulo oscuro que conforman política, corrupción y justicia. Cada vez más. Tengo dudas de que los procesos judiciales a los grandes casos de corrupción en España lleguen alguna vez a algún puerto justo. Como si fueran hechos destinados a la desmemoria colectiva del paso del tiempo. Como si ya hubieran perdido todo interés social. Son muchos años sucediéndose un caso tras otro y cada vez más graves sin que casi nada haya cambiado. Siempre se habla de endurecer la legislación contra la corrupción política en España, pero las medidas o nunca llegan a buen puerto legislativo o si lo hacen acaban con el tiempo solo en agua de borrajas. En realidad, lo sorprendente con todo lo que ha caído es que todavía no haya una amplia normativa con medidas eficaces y contundentes contra la corrupción que forme parte del tejido penal español, el país de la UE más afectado por la corrupción. La proliferación de escándalos, el hecho de que la mayor parte de ellos se salden con penas irrisorias cuando no el sobreseimiento por la prescripción de los delitos, la extensión del privilegio del aforamiento para políticos, jueces y fiscales y la realidad de que nadie asume responsabilidad alguna por sus actuaciones elevan el malestar social con la política y la desafección con la deriva de la democracia hacia el autoritarismo y un sistema de privilegios para políticos, financieros y altos funcionarios. Ni la Ley de Transparencia, ni la Ley de Financiación, ni las sucesivas leyes Antitransfuguismo han sido suficientes. Quizá por eso, el 95% de los ciudadanos cree que hay corrupción generalizada en el Estado. Se da por asumida. Una parte inherente al propio sistema político que lleva desde muchas décadas atrás -siglos acumulados- anidando en los más profundo de las estructuras de poder del Estado español. Solo falta que acabe instalada también en los entresijos de todo el complejo proceso sanitario, económico y de financiación que se ha puesto en marcha contra la pandemia del coronavirus.