Sánchez se le está complicando aún más un año de Legislatura que ya viene complicado. La trama de espionaje a líderes políticos, sociales, abogados y periodistas ha llevado al borde de la ruptura sus relaciones con ERC -le puede retirar su apoyo-, y ha abierto otra línea de división con su socio de coalición Unidas Podemos. Le guste más o menos o no le guste nada, la trama pone en evidencia la vulneración de derechos fundamentales de las personas espiadas, tanto los que ampara la Constitución como los que protege la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea. Y eso exige explicaciones transparentes y sin tapujos. Intentar recurrir a excusas o cortinas de humo no es una posición democrática y éticamente aceptable. Parapetarse tras la Ley de Secretos Oficiales es simplemente indigno. Una normativa de 1968 heredada de la dictadura franquista que de forma injustificable sigue vigente más de 40 años después de su teórico final. Aquello que se llamó transición y que cada vez está más claro que fue continuación. Las primeras declaraciones del Gobierno apuntan a un intento de justificar lo que es desde el punto de vista democrático injustificable. Es evidente que el CNI está para esas cosas y otras aún peores de pensar. Es uno de esos reductos donde el Estado establece sus cloacas oficiales para garantizarse la supervivencia, muchas veces por encima de la legalidad y la democracia. Pero en realidad es la política sucia, con apariencia legal, utilizando un servicio público del Estado para intereses personales o partidistas. Y eso no es una buena noticia ni para la democracia ni para Sánchez. No lo es para la democracia, porque mantener la Ley de Secretos Oficiales como una nebulosa legal para asegurar impunidad a todo tipo de violación de derechos políticos y civiles democráticos es un camino peligroso. Se ha hecho hasta ahora para encubrir responsabilidades en numerosos casos de guerra sucia, de terrorismo de Estado y de torturas y para dar carta blanca y poder a las cloacas de Interior. Pero ello no ha impedido que la verdad de muchos de esos hechos sean de conocimiento público. Y no lo es para Sánchez, porque todos sus socios que le sostienen la mayoría en el Congreso exigen con contundencia claridad sobre este caso de espionaje ilegal y antidemocrático y una comisión de investigación en el Congreso. Optar por amparar y proteger de nuevo los desmanes del Estado oscuro bajo el paraguas de la excusa habitual de la razón de Estado no impedirá que la trama recorra los caminos judiciales, no sólo en España, sino también en otros estados de la UE y en los altos tribunales de la Unión. Sin olvidar que la cifra de 63 personas espiadas -ni siquiera se ha hecho pública aún la lista completa-, es sólo la punta de un iceberg que alcanzará a muchas más, desde otros dirigentes políticos del Estado, de otras comunidades autónomas o de otros países europeos a personas civiles cuyos dispositivos móviles han podido ser igualmente espiados. Amigos, vecinos, familiares, compañeros de trabajo, etcétera. Podían ser independentistas o no serlo o lo contrario. El número de víctimas del ciberespionaje Pegasus es, sin duda, mucho mayor. Y no hay amparo legal que pueda avalar ese destrozo inmenso a sus derechos fundamentales. Da igual como lo excusen, lo pinten o lo oculten. Es inconstitucional y delito.