estamos muchos alarmados por la escalada verbal imperante en el ámbito político, especialmente en el de la oposición de derecha, a cuenta sobre todo del delicado tema de Cataluña y de la reacción desproporcionada del nacionalismo español decidido a “cortar por lo sano” con veleidades secesionistas, sin medida ni contención alguna.

Vale que los independentistas catalanes parezcan estar jugando al “cuanto peor mejor” pretendiendo atraer con notables riesgos y previsibles sufrimiento de la población, la atención de Europa obligándole a implicarse en el contencioso con el Estado español, pero eso no autoriza a los líderes de la derecha a perder las formas, fomentando un día sí y otro también, la crispación, con exageraciones apocalípticas, descalificaciones groseras al Gobierno, lenguaje chulesco o falsos remedios como la aplicación urgente y sin fecha de caducidad del Artículo 155 de la Constitución, como solución milagrosa al conflicto.

El colmo de esta actitud, gravemente preocupante además de contraproducente, es la “barra libre” al insulto y la tajante descalificación del adversario. Acabamos de oír en boca del líder del Partido Popular expresiones dirigidas al presidente del Gobierno tan faltas de buen sentido, de contención, de respeto, incluso potencialmente incursas en tipos penales de calumnia o injuria calificándole de “traidor, felón, ilegítimo”, que nunca deberían proferirse dirigidas a un presidente, perfectamente legítimo y que trata de hallar con iniciativas más o menos acertadas una solución justa y satisfactoria al mayor problema que afronta en estos momentos la democracia española.

El tumulto que se ha montado sobre el posible nombramiento de un “relator” de los debates en la Mesa de partidos del Parlamento catalán, es algo tan desproporcionado, tan insólito, que parece que se hubiese incurrido por el Gobierno en un delito de lesa patria. ¿Qué es un relator? La respuesta la debemos encontrar, ya que es una palabra escasamente utilizada en el lenguaje coloquial, en algo tan simple como una consulta al diccionario de nuestra rica lengua: el de la Real Academia Española.

En efecto, tal diccionario define esta palabra como: “el que relata o refiere un hecho”, o aún más claro, “la persona que en un consejo o asamblea hace relación de los asuntos tratados, así como de las deliberaciones y acuerdos correspondientes”. Según esta definición el relator ni es un mediador que trata de aproximar las posiciones de las partes en un contencioso, con concesiones mutuas, ni mucho menos un árbitro, que ejerciendo funciones que se asemejan a las de un juez decide la solución del litigio a favor de una u otra parte. ¿Dónde está, pues, la gravedad de invocar esta figura?

El relator, rectamente entendido, sin malicia ni aviesas intenciones, es simplemente una persona íntegra y digna de confianza, elegida por las partes para “dar fe” de un debate, negociación o acuerdos corporativos o incluso políticos. Es como un notario privado, un secretario de actas, no funcionario o profesional, un testigo de especial credibilidad. Cualquiera que haya asistido o incluso leído la convocatoria de la junta general de una sociedad mercantil, habrá constatado muchas veces el nombramiento de un notario para dar fe o acreditar la veracidad de los acuerdos tomados en tal evento.

Los líderes de la derecha y especialmente el señor Casado, han magnificado esta sugerencia de nombramiento por puros intereses electorales y sacado la caja de los truenos aprovechando para convocar una manifestación, acompañando dicha iniciativa, perfectamente legal por otra parte, para denigrar y lo que es peor, insultar desaforadamente, al presidente del Gobierno. Parece que se pretende “calentar motores” como anticipo a la iniciación del macrojuicio contra los líderes del llamado procés catalán, en estas fechas.

¡Señores de la derecha!: dejen de jugar con fuego, cárguense de razones, intenten convencer con buenas artes a la otra parte y al electorado, hagan pedagogía, olviden las bravatas más propias de camorristas sin argumentos válidos y constructivos. Siempre se ha dicho que recurrir al insulto es propio de aquellas personas que carecen de razonamientos convincentes. Así pues rebajen la tensión artificial creada por sus desmesuras y aplíquense en elaborar un relato que genuinamente redunde en una convivencia pacífica y justa en España.

En este punto viene a cuento algo que acabo de leer un artículo de Javier Marías en El País, en que comenta un breve texto de su padre, Julián, que bajo el título de La Guerra Civil ¿cómo pudo ocurrir? incluye estas palabras que nos debieran hacer meditar y tascar el freno ante la pendiente de despropósitos que detectamos actualmente.

Se refiere el autor a la terrible consigna, tantas veces oída, “Cuanto peor, mejor” y sigue diciendo: “cuando los dichos y hechos despreciables empiezan a pasarse, a no condenarse con energía y a no ponérseles inmediato freno, uno puede estar seguro de que no van sino a crecer, a ir a más, hasta que lleguen a un punto en que se admita todo, (incluida la infamia), con tal que sea de un lado” y agrega al evocar los prolegómenos de la guerra civil: “nadie quería quedarse corto, ser menos que los demás en la adulación de los que mandaban o en la execración de los adversarios”.

Todavía estamos a tiempo de cortar esta deriva de aberraciones e insultos. Las palabras matan y no solo metafóricamente, según hemos visto a lo largo de la historia. ¿Es que no hay en el Partido Popular personas equilibradas y sensatas que puedan poner coto a estos signos tóxicos de degeneración? Se puede querer ganar, pero no de cualquier manera. Hacen falta auténticos patriotas, activos y rigurosos en sus críticas, pero siempre respetuosos del adversario, sin querer aniquilarlo.

El insulto no es el camino.

El autor es abogado