Escribió Borges, sobre un antepasado suyo, que “le tocaron, como a todos los hombres, malos tiempos en los que vivir”. Aún así, parece que algunos tiempos resultan todavía peores o, al menos, más revueltos que otros. Quizás sea porque nos guste quejarnos, pero los tiempos que vivimos ahora, desde el punto de vista político, aparentan ser muy malos tiempos. Resulta un lugar común decir que sufrimos una crisis, porque el devenir humano siempre está atravesando alguna, pero en este momento pienso que acumulamos una crisis sobre otra crisis, la propia crisis está en crisis.

Es obvio que en las últimas décadas se ha puesto en cuestión el Estado social y democrático de derecho que con tanto optimismo inscribimos en el artículo primero de la Constitución española de 1978, el modelo de la Europa social en la que con tanta ilusión entramos en 1986, justo cuando empezaba a tambalearse. La economía social de mercado, aquella que pretendía domesticar al capitalismo, reducir sus aspectos más nocivos, garantizar a todos un mínimo de bienestar y de oportunidades, que proponía una transacción entre el capitalismo salvaje y el comunismo soviético, va perdiendo el adjetivo de social y va entronizando al mercado como único regulador. La revolución conservadora de Reagan y Thatcher, la revolución de los ricos que no quieren mantener el Estado de bienestar, la ola neoliberal que patrocina una globalización de la que se benefician principalmente los capitales, que pueden desplazarse cómodamente por todo el globo terráqueo y posarse en un lugar u otro según se le garantices pingües beneficios y nula fiscalidad, ha ido arrinconando los viejos principios, por mucho que sigan escritos en tantas constituciones y tratados. El capitalismo deja de estar domesticado y, por el contrario, amenaza con domesticar a la democracia. La voluntad general cede ante el devenir de las cotizaciones de bolsa y el juicio de las agencias de calificación, los gobiernos ante el chantaje de la deslocalización y de la huida de inversiones.

Pero esta revolución neoliberal triunfante en apariencia sufre su propia crisis a partir de 2008. Lo que en principio era una crisis económica se ha revelado también como crisis política y social. La desregulación de los mercados, desde los financieros hasta los laborales, no ha creado orden sino monstruos. El rescate de los ricos con fondos públicos es una cínica traición de los principios neoliberales que los pone en cuestión y deslegitima para una buena parte de la opinión pública, que ya no puede creer en las promesas de prosperidad que le llevaron a hipotecar su futuro. De rebote, también deslegitima a unos gobiernos democráticos, incluido el de la Unión Europea, que tan abiertamente beneficia a la minoría más privilegiada en perjuicio de la mayoría empobrecida. También se pone en cuestión el sistema de partidos en muchos países, los partidos tradicionales pierden votos, surgen otros nuevos, se fragmenta tanto la izquierda como la derecha, florece el nacionalismo, el autoritarismo, el neofranquismo, y también el populismo, que no es una ideología más sino una nueva forma de nombrar la demagogia, una tentación en la cual caen tantos políticos: invocación al pueblo o a la nación, grandes palabras, sonoros discursos, muchas promesas irrealizables, pocas soluciones. Las ocurrencias sustituyen a las ideas, el espectáculo televisivo a los debates ideológicos. Se ofrecen recetas que ya han mostrado su fracaso, se apuesta por un desarrollismo económico incompatible con un medio ambiente que seguimos arruinando, unas reformas fiscales que hacen más ricos a los ricos y más pobres a los pobres pero no solucionan los problemas económicos de fondo, o un puro y duro nacionalismo que lleva a callejones sin salida como el del brexit.

En España, a los problemas que compartimos con otros países, sumamos una crisis constitucional propia. Que no aqueja solo a Cataluña, que incluso en Cataluña no surge a raíz del llamado procés, ya estaba antes, y afecta al agotamiento del Estado autonómico, a la obsolescencia e inadecuación al presente de diversas instituciones y disposiciones constitucionales, a la escasa o nula garantía de algunos derechos fundamentales, a la politización del Tribunal Constitucional y de los órganos superiores del Poder Judicial, a un sistema electoral manifiestamente mejorable, a unas medidas contra la corrupción ineficaces, a una rigidez de reforma constitucional que se ha vuelto contra la propia Constitución a la que están a punto de saltarle las costuras.

A la par que los partidos políticos se vuelven cada vez más inoperantes ante los poderes económicos y los problemas reales, es palpable el descrédito de los políticos y su constante deriva hacia la mediocridad. Si en otros tiempos dedicarse a la cosa pública podía atraer a prestigiosos profesionales, a respetados activistas sociales, a experimentados funcionarios o ilustres catedráticos, el desprestigio de la política hoy ha conseguido ahuyentar a la mayoría de ellos. Parece que en los partidos políticos también impera el principio de Peter, según el cual en organizaciones cerradas las personas tienden a ir ascendiendo hasta alcanzar su nivel de incompetencia, en el cual se asientan, de modo que, según transcurre el tiempo, la mayor parte de los cargos van siendo ocupados por incompetentes. Hoy el modelo de dirigente político es alguien que carece de otra profesión, que empezó en las juventudes del partido, enseguida fue concejal o parlamentario autonómico y fue escalando puestos hasta lograr convertirse en un diputado, senador o europarlamentario perfectamente incompetente pero inamovible, cuando no presidente de su partido, en el mejor de los casos, o de algún gobierno, en el peor. Me temo que esto no solo sucede en nuestro país; el esperpento del brexit o que Trump sea presidente indica que en todas partes cuecen habas.

Resulta lógico, y harto preocupante, que los electores hagan tan volátil su voto, que duden, que les tiente la abstención, que los resultados electorales sean cada vez más impredecibles, que resulte tan incógnito e intranquilizador nuestro futuro colectivo. A pesar de todo, ante la quíntuple convocatoria electoral que tenemos en las próximas semanas para elegir diputados, senadores, eurodiputados, parlamentarios autonómicos y concejales, la principal arma que tenemos los ciudadanos es el voto. Hay que ir a votar, aunque sea a lo menos malo. La política es demasiado importante como para que la dejemos en manos de los políticos.