Los señoritos no solo están acostumbrados a mandar, sino que creen que solamente ellos tienen derecho legítimo a hacerlo. La justificación que esgrimen para ello varía con las épocas y los lugares. Puede ser que se hayan ganado el privilegio de mandar por ser los más brutos y violentos, aunque ellos dirán que son los más fuertes, heroicos y valientes, y harán valer el derecho de conquista. Puede que pertenezcan a una raza superior que ha logrado someter a razas más débiles, o que constituyan una clase social a la que la naturaleza ha distinguido con cualidades especiales para gobernar. Puede que hayan conseguido controlar a los sacerdotes que ejercen el monopolio de interpretar la palabra de Dios y sacralizar su poder, fundamentándolo en la voluntad divina de hacer a unos señores y a otros siervos. Puede que profesar la verdadera fe (religiosa, política, científica) les autorice a excluir del poder a los ignorantes o a quienes defienden posiciones heréticas o falsas doctrinas. Puede que esgriman su refinada educación, recibida desde la cuna gracias a su posición económica, como factor que les hace superiores a quienes están predestinados a la obediencia. Puede que hablar una lengua más culta les distinga de los bárbaros condenados a ocupar un lugar subordinado en la escala social. Puede que su éxito en los negocios, su capacidad para imponerse a la competencia, para deshacerse de sus rivales, para amasar riqueza, para crear grandes emporios, les acredite como la gente más apta para dirigir. Puede ser la intensidad con la que aman a la patria la que les cualifique para regir sus destinos. Puede que, simplemente, por ser los que siempre han mandado, los de buenas familias, están en mejores condiciones de seguir mandando, la antigüedad es un grado y la experiencia una garantía.

A los señoritos les gusta ser un grupo limitado y que el poder no se disperse. Les gusta mantener las esencias, no mezclar su sangre con otros, no desnaturalizar sus distinguidas cualidades, saberse mejores en su fuero íntimo aunque afirmen no tener problemas en tratar afablemente con la servidumbre. Les gusta exhibir, muy discreta y modestamente, sus títulos nobiliarios o académicos, su currículum, sus ilustres apellidos, sus heridas en combate, su savoir faire, su refinamiento, su membresía de distinguidas corporaciones o cofradías, su humilde participación en obras solidarias (antes llamadas benéficas). No les gusta hacer ostentación de su dinero ni de lo que ahorran en impuestos gracias a una refinada ingeniería fiscal, si pueden lo envían a lugares lejanos a buen resguardo de la murmuración. Lamentan la vulgaridad y el mal gusto de quienes no son como ellos por manifiesta incapacidad genética o por contumacia en un error existencial, y tratan de evitar su compañía. Suelen ser personas extremadamente pudorosas que, a menudo, prefieren mandar a través de otras personas a las que no importe la exposición pública. Personas quizás no tan exquisitas, quizás un poquito toscas, pero que tengan claro a quién corresponde en buena justicia la autoridad de manejar los hilos.

Con uno u otro nombre los señoritos han existido y existen en todos los países y momentos de la historia. Tienen una fabulosa capacidad de adaptación. Cuando se pone en duda que unas personas tengan más derecho a mandar que otras y se reclama el poder para todos, la soberanía popular, son capaces de convertirse en los campeones de la democracia, de comprar todas las porciones de democracia que sean menester. A votar todo el mundo, no es problema, ellos ganarán siempre porque son los más guapos, los más listos, los más patriotas, los más acostumbrados a mandar, los más eficaces. La mayoría de los votantes, la gente sencilla, la gente de bien, se rendirá a la evidencia. Y si la mayoría no les elige para mandar, resultará obvio que la democracia no ha funcionado debidamente, así que habrá que adoptar medidas extraordinarias para corregir la democracia y evitar que manden los que no deben mandar.

Los señoritos entran en estado de alarma cuando no mandan lo suficiente, cuando no mandan solo ellos, cuando pretenden mandar elementos incontrolados. Cuando se creen despojados de alguna de sus legítimas potestades o pertenencias. Cuando comprueban que se está alterando el orden natural de las cosas, que está en peligro la civilización, que se pone en riesgo su modo de vida. Entonces hay que acudir a una reacción adecuada y sin demasiados escrúpulos, el fin justifica los medios, para que las cosas vuelvan a su ser. Puede que los remedios hayan de ser muy expeditivos y poco decorosos, que haya que dejar cierto margen a la maledicencia, a las palabras gruesas, a maquillar un poco la información, a las advertencias firmes, a los consejos que no se pueden rechazar, a la promesa de males futuros, a los sobornos, a la acción directa. Solo en último caso a la fuerza física y porque la provocación previa no ha dejado otra salida. En algunos casos los señoritos se ven obligados a contratar gente no del todo de su gusto, quizás demasiado ruidosa, en exceso vehemente, que no siempre sabe utilizar los cubiertos adecuados en la mesa, pero sacrifican sus reparos por un bien más alto.

Es dura la vida de los señoritos, siempre temiendo que su mundo se desplome de la noche a la mañana, siempre haciendo grandes sacrificios por evitarlo. Y justo ahora, en España, lo están pasando muy mal. Pobres señoritos.