na primavera muy lluviosa en abril y la larga interrupción de las actividades humanas ha provocado este año una verdadera explosión de la naturaleza. La vegetación se muestra exuberante mientras que el enclaustramiento doméstico o la imposibilidad de moverse ha impedido hasta hace poco la salida al campo. Por eso, ha sido la primavera robada para muchas y muchos.

Mientras tanto, la ausencia de gestión de las zonas verdes urbanas ha hecho, por otra parte, que la naturaleza haya cobrado un aspecto asalvajado de una belleza sorprendente en muchas zonas de nuestros pueblos.

Sin interferencias humanas, hasta hace pocos días todo rastro humano había desaparecido y había cedido el protagonismo a "la escritura de rastros y huellas que dejan jabalíes, garduñas, zorros, comadrejas y otros carnívoros", mientras que del ser humano no quedaba ni los surcos de las ruedas.

Se han dado todas las condiciones para que esta admiración hacia la naturaleza se pueda desplegar en casi todos los escenarios. Durante dos meses, los núcleos urbanos han sido un laboratorio natural, que ha dado como resultado una naturaleza exuberante con una floración excepcional que ha amplificado la presencia de insectos polinizadores (abejas, abejorros, mariposas y otros) en nuestros municipios.

La primavera ha sido lluviosa y a la vez calurosa, lo que ha aumentado la vegetación de los bosques. Pero, también, y ahí está, la otra cara de la moneda, el combustible de un superincendio. Las labores de prevención, que entre otras tareas incluyen la retirada de esa vegetación muerta y altamente inflamable, han caído, pese a que los expertos lleven años reclamando que deben dedicarse más recursos a anticiparse en vez de a extinguir. Sin embargo, en el Estado español se dedica mucho más dinero a apagar un fuego que a evitar que se propague. Y, a causa del coronavirus, se ha limpiado todavía menos la masa forestal sobrante.

Por otra parte, según se ha anunciado por parte de Aemet (Agencia Española de Meteorología), parte del verano hasta lo que se conoce será cálido y con menos precipitaciones de lo habitual. Un informe de varias organizaciones ecologistas publicado la semana pasada advertía del peligro durante este verano de los llamados eventos extremos, agravados tanto en frecuencia como en intensidad por el cambio climático: sequías, inundaciones, tormentas, olas de calor, incendios forestales, etcétera. Con respecto a los fuegos, la Comisión Europea advirtió de que el estío de 2020 traerá un riesgo "elevado" de este tipo de eventos. No solo en el sur. "Hay incendios en lugares donde nunca lo había habido hasta ahora", ha avisado el comisario europeo de Gestión de Crisis, el esloveno Janez Lenarcic.

El verano de 2019 nos dejó una serie de incendios a nivel internacional que hizo saltar todas las alarmas: megaincendios en el Amazonas, Centroamérica, sudeste de Australia y hasta en el Ártico -grandes áreas de Siberia, el norte de Escandinavia, Alaska y Groenlandia- y que se pueden reanudar este verano. La evolución latente de los incendios durante el período invernal en el Ártico se acelera con el calor primaveral hasta el punto de que pueden transformarse en megaincendios a medida que aumentan la sequía y el calor estival.

Y es que los expertos coinciden en que en muchos de los incendios en esos países se trata de tormentas de fuego que son calificadas como incendios de sexta generación: fuegos que tienen capacidad de crear una nube de tormenta que acaba cambiando la meteorología de la zona. El incendio coge el control de la meteorología del área afectada y no al revés. Son los más caóticos e imprevisibles.

El concepto de incendios de sexta generación hace referencia a un tipo de fenómenos que se viven desde hace tres o cuatro años y que están condicionados por una aridez extrema del terreno consecuencia del cambio climático.

Los agentes forestales, los ingenieros, los propios bomberos, los ecologistas y otros agentes implicados coinciden en que es mucho más útil invertir en prevención que en equipos de extinción, y, sin duda, se trata es una asignatura pendiente en el Estado español.

Como decía en un interesante artículo publicado hace unos días en este diario Juan Miguel Villarroel, ingeniero de Montes y gerente de FORESNA-ZURGAIA, asociación forestal de Navarra, "la despoblación rural, el abandono de trabajos de las zonas rurales como el pastoreo, la degradación de trabajos como motoserristas (antiguo leñador, hoy su imagen no es tan entrañable), el desconocimiento del territorio de los nietos de aquellas generaciones que sí conocían su entorno y sus posibilidades, la ignorancia de la sociedad de que los montes hay que trabajarlos, cuidarlos y seguirlos y que tienen unos costes de gestión, y un largo etcétera hacen que en muchos casos nuestros montes se abandonen, incrementen su carga de combustible y estén preparados para que en verano ardan. Esto nos hace perder nuestro patrimonio verde y gastar mucho, mucho, mucho dinero en extinción de incendios".

Los incendios forestales son un grave problema todos los veranos en distintas zonas de la península Ibérica, y el cambio climático, que es una cuestión tanto de futuro como de presente, lo hace aún más relevante. El calentamiento global, ligado a la falta de precipitaciones, las temperaturas extremas y otros fenómenos atmosféricos que conlleva, convierte a los incendios en superincendios como el que sufrió Gran Canaria el año pasado o como los citados anteriormente. Hoy por hoy no existen ni medios técnicos ni humanos, a nivel cuantitativo y cualitativo, que puedan enfrentarse y apagar un incendio forestal de estas características. El reto de este verano, por tanto, no es evitar que arda una sola hectárea, algo imposible, siendo el fuego una mecánica natural de regulación forestal, sino evitar que en Navarra y en otras comunidades ocurran incendios de esas características.

El autor es experto en temas ambientales y Premio Nacional de Medio Ambiente