l episodio pandémico se ha convertido en una especie de agujero negro para nuestra progresividad expectante. Hay una idea en la antropología de Roy Wagner que siempre me ha estado dando vueltas. Y cuando la lees en alguien que tiene autoridad en la materia, como es el caso, toma cuerpo y realidad. Es aquella que hace que cada cultura tenga una óptica diferente a la hora de interpretar y asumir los desafíos de los modos de vida planteados por el hombre. Dice así, inspirado en sus estudios etnográficos y experiencia personal, mientras “el núcleo de poder en la vida cotidiana daribi (tribu de Nueva Guinea) reside en la fuerza de las palabras y en un saber arcano; el de la vida norteamericana reside, para la mayoría, en el uso de la tecnología para resolver sus problemas”. Es la idea que hace del hombre del campo tradicional en nuestra cultura estar más próximo al sujeto protagonista del primer ejemplo que a su cultivado hijo en el campo de las ciencias empresariales. Buena parte del argumento de dicho antropólogo radica en la afirmación más que evidente de que para que exista una cosa tiene que poder existir su contraria complementándola. Y que tanto la primera como la segunda, independientemente del “problema de la ancestralidad” predicado por el anticorrelacionista Meillasoux, son creaciones humanas. Incluido en ello hasta el mismísimo concepto de naturaleza. Es decir, que para que exista la naturaleza en nuestras mentes previamente debe darse la “distinción cultural”. Más si cabe en nuestro medio tomando la apreciación dada en la siguiente reflexión sobre la cosmovisión escindida que rige el actual modo de vida: “En realidad, así es como hablamos de las cosas en nuestro mundo moderno de relatividad contextual: la naturaleza es “sistema”, es “biología” o “ecología”, mientras la cultura es “natural”, una “adaptación evolutiva”.

Vivimos en una aparente sincronicidad dialéctica del presente compuesto por hechos pasados y expectativas futuras. (Esta es una idea más del humano. No sabemos si es facultad o no del resto de seres pertenecientes al orden de lo animal, o si, preferentemente, se trata de una característica que nos identifica como hecho aislado). A tenor de lo cual ensayamos nuevas técnicas que demuestren que algo sin alma, un ente artificialmente animado, en principio un robot, por poner un pertinente ejemplo, pueda contar con una inteligencia emanada desde la nuestra. Todo esto, al parecer, desde una visión no implicada, podría parecer algo muy raro. Un conglomerado entremezclado de sujetos objetualizados con objetos naturalizados. Un pastiche de la realidad. Un conjunto de relaciones que crea nuestro propio mundo aparte, o al menos la visión con la que del mismo contamos partiendo del fragmento, puesto que abarcar la realidad en toda su grandeza sería como ser poseedores del absoluto. Siendo que debido a ello necesitamos poner en correlación todos aquellos elementos que nos hace ser, pensar y sentir del modo en que lo hacemos. Por ello Wagner, el antropólogo, habrá de verse obligado a constatar: “Los objetos y otros fenómenos humanos que nos rodean y, de hecho, todas las cosas que poseen un significado o valor cultural, se dotan de vida; forman parte del yo y también lo crean. Si se tiene esto en cuenta, la producción en masa, junto con sus anejos comerciales y tecnológicos, solo puede conducir a una suerte de inflación del carácter de las cualidades humanas. Tenemos emociones desechables, ideas que consumen las energías en una vida veloz y fugaz, literaturas cuyas ediciones pasan y se contabilizan por ciclos como la hibernación de los insectos, revivificación, metamorfosis, etcétera, y, finalmente, ¡ay!, personas desechables.

Sin lugar a duda alguna, deberíamos tomar en consideración esta conclusión del observador del fenómeno humano desde el extrañamiento en que consiste el oficio del antropólogo, cuando comprobamos los efectos de la insolidaridad intergeneracional a la que ha dado lugar la actual crisis pandémica, afectada por los hechos de la realidad socialmente estratificada en la gestión sanitaria según clase de pertenencia y lugar de procedencia, así como en el modelo asistencial de nuestros mayores inspirado en la ciertamente foucaultiana microfísica visión del poder, vigilancia intensiva y régimen de visitas incluidas propias de la cárcel y del gueto. Como si de un signo de futuro se tratara, el alemán Peter Sloterdijk, diseñando un futuro polarizado entre proyecciones esperanzadoras y desesperadas desde el pasado-presente reflexiona a partir del emparejamiento de la marca Apple con el disco taoísta, Mickey Mouse con la cruz cristiana, la botella de Coca Cola junto a la esvástica y, finalmente, la marca jeans con la estrella de David: “Nos movemos, por así decirlo, en un laboratorio semiótico en el que se pone a prueba la universalidad de los signos. En él siempre deciden la ley marcial del mercado y el juicio de Dios que es el éxito sobre la buena y mala suerte de los candidatos a signos”. A ellos, en una curiosa síntesis icónica, bien podrían sumárseles la desesperanzada visión ritual propia del lazo del luto por la vida truncada debida a la acción del agente pandémico enfrentada a la marca que viene a rescatarnos de sus manos gracias a la esperanzadora semiosis oculta en manos de la industria farmacéutica y el poder político de cada cual. Quienes nos vayan a salvar no presumen tanto de la genérica fórmula conseguida, o apunto de hacerlo, cuanto del nombre del laboratorio y país que la ha logrado. Así, subliminalmente, parecen querer darnos a entender el que la gripe china del emergente mundo oriental habrá de ser salvada para la humanidad por el esfuerzo unificado bajo la égida del hegemónico occidente liderado por los EEUU, entre otras cosas. Un subterfugio publicitario de la comunicación digno de ser estudiado una vez haya pasado la emergencia. Así como lo es también la logística y protocolo de aplicación dirigido bajo mandato del mejor de los encomios militares para su debida administración preferentemente entre los recursos humanos presentes en primera línea de combate y entre la envejecida población afectada, segregada y residenciada con anterioridad al propio acontecimiento a extinguir. Y aunque sea evidente el que no quepa otra, cabría matizarlo con un hecho denunciado por Wagner en su día cuando caracterizaba la publicidad, de la que la propaganda no es sino uno de sus medios, como una tecnología inversa, puesto que “utiliza los supuestos efectos de un producto en la vida de las personas, así como las reacciones humanas ante esos efectos, con el fin de construir una identidad significativa para el producto”, que no para las personas y ni tan siquiera para las naciones.

El autor es escritor