l Partido Comunista chino celebró el pasado mes de julio un siglo de vida, de los cuales 72 en calidad de eje y motor, como partido único, del Estado chino. El acontecimiento profusamente celebrado en el país asiático, el antiguo Imperio del Centro está siendo objeto de múltiples comentarios en la prensa internacional, poniendo el foco en la monumental transformación registrada allí, sus logros actuales sobre todo en lo económico, su situación política, sus desarrollos tecnológicos, sus carencias en el campo de los derechos humanos y las incógnitas sobre su evolución futura.

Es evidente que la historia del partido se confunde con la construcción estatal como criatura sujeta a su control, desde su conquista del poder en 1949, tras una guerra. Antes, había sido protagonista de acciones teñidas de épica y creación de mitos, como la Larga Marcha y otras. A lo largo de todos estos 72 años se han vivido episodios como el Gran Salto Adelante, que a imitación de Stalin en la Unión Soviética, supuso un impulso decisivo en la industrialización del País, o el gigantesco caos de la llamada Revolución Cultural en los años 60 del siglo pasado, acontecimientos ambos que ocasionaron tremendas convulsiones sociales, hambres lacerantes y derramamientos de sangre, siempre bajo el control autoritario del partido y su líder indiscutido Mao Zedong.

Fallecido Mao en 1976 y tras una dura lucha por el poder, es Deng Xiaoping, un antiguo camarada caído en desgracia, el nuevo líder. Este emprende, a partir de 1978, una nueva ruta, poniendo énfasis en las fuerzas del mercado, en notoria contradicción con los postulados comunistas. En efecto, a partir de entonces se ponen en marcha vigorosos procesos de liberalización económica que incluyen: la descolectivización de la agricultura, la apertura a las inversiones extranjeras, la retirada de los controles de precios y la abolición en muchos sectores de la propiedad estatal de las empresas, por nombrar solo algunos.

Los medios internacionales resaltan los resultados de estas insólitas iniciativas de Deng que suponen, como todos hemos comprobado, el firme posicionamiento del partido comunista y por ende China como potencia industrial y comercial, transformando al país desde una dictadura errática e impredecible, bajo Mao, hasta la segunda economía mundial en nuestros días.

Esta hegemonía tan larga del partido se atribuye por los comentaristas a factores como la habilidad del mismo para compaginar un riguroso control de todo el aparato institucional, recurriendo, si lo consideran preciso, a la más dura represión; como se vio en Tiannanmen en 1989, con la generación de un estado de bienestar que ha sacado de la pobreza y proporcionado pensiones y seguros de enfermedad y otros, a cientos de millones de personas. Precisamente ahora el partido se halla inmerso en una vigorosa campaña para combatir la enorme desigualdad existente, con medidas antimonopolio e incrementos impositivos, dirigidas especialmente hacia las grandes tecnológicas, como Alibaba, y otras.

La reacción de los medios de comunicación internacionales es de perplejidad al observar este acelerado desarrollo económico, en aparente coexistencia con el rígido control político del partido único; escrutando minuciosamente cualquier signo de agrietamiento de ese poderoso abrazo, por la presión de un pueblo chino más acomodado y culto, que viaja por el mundo por negocios, como estudiante o simple turista. ¿Se someterá el ciudadano chino a este estricto escrutinio por el partido, sin exigir una mayor libertad? ¿Cómo maridar la libertad económica de Friedman y la Escuela de Chicago con los métodos comunistas de Lenin o Deng? Esta es la cuestión.

El progreso económico chino ha sido, ciertamente, descomunal. Así, el ingreso per cápita era en 1980 de 195 dólares. Sin embargo, ya en 2017 se había incrementado de una manera estratosférica hasta 10.261, o sea, nada menos que 75 veces. Según The Economist, a este ritmo, sobrepasará a los Estados Unidos, como la mayor economía, en aproximadamente una década.

Si bien en lo económico no parecen atisbarse en el horizonte próximas tormentas, pues el país se está recuperando a buen ritmo, tras haber superado, tomando decisiones expeditivas, los efectos de la pandemia; los observadores internacionales detectan elementos inquietantes en el ámbito político, cuya característica es precisamente la contraria a lo que cabría esperar: en lugar de darse una mayor apertura y progreso en el camino hacia la libertad, acorde con el mayor grado de desarrollo del país, se está produciendo una deriva en pos de un control exhaustivo de la población, sin vislumbrarse avance alguno hacia la democracia. Se observa en paralelo, también, una creciente asertividad no exenta de impertinencia, a veces, en el ámbito de las relaciones diplomáticas con otros Estados.

Hay que resaltar que, el actual líder, Xi Jinping, en el poder desde 2012, ha abolido en 2018, los hasta ahora existentes dos periodos de 5 años del cargo, pretendiendo mantenerse en el poder indefinidamente. Por otra parte, como apunta el Financial Times, y en línea con la preponderancia actual de las soluciones tecnológicas, Beijing está confiando importantes aspectos de la gobernanza del país a algoritmos, con una profusión de cámaras de vigilancia dotadas de reconocimiento facial en muchas calles. Se está igualmente reforzando la censura, sobre todo en las redes sociales, con las consecuencias de posibles pérdidas de empleo u otros tipos de represalias, para aquellos que expresen opiniones contrarias al partido.

Como contrapartida a todas estas medidas de corte inequívocamente totalitario, nos llegan informaciones de que el partido y su líder se han embarcado en iniciativas de combate contra la corrupción, que de ser serias y efectivas, supondrían un hito en la extirpación de esa lacra que aflige, según los medios internacionales, al país. A tal fin, podrían ser sumamente útiles todos estos instrumentos tecnológicos de última generación, empleados en las medidas de control antes enunciadas.

Volviendo al tema del crecimiento económico de China, siempre en torno al 8% anual, algunos autores se preguntan si será posible en ese ambiente político el elemento clave de la innovación. Así, dos expertos en economía tan reconocidos como Daron Acemoglu y James A. Robinson, del MIT, autores del aclamado texto Why Nations Fail, se muestran escépticos al respecto en su reciente libro: The Narrow Corridor. La pregunta clave para ellos es: ¿es posible la innovación sin libertad?

Según estos autores “la innovación, esencial para el crecimiento futuro, consiste no en resolver problemas ya existentes, sino en soñar nuevos problemas y eso requiere autonomía y experimentación. Un Gobierno puede dotar con recursos ilimitados y ordenar una dedicación exhaustiva a sus ciudadanos, pero es imposible ordenar ser creativo. La creatividad es el ingrediente para la innovación y depende, en general, de gentes que experimentan, pensando de diferentes maneras, rompiendo a veces con las reglas establecidas, fallando a menudo y teniendo éxito al fin, en algunos casos”. Pero, ¿cómo puede hacerse esto sin libertad?, se preguntan, ¿qué pasa si se tropieza contra ideas preconizadas por el partido? Mejor no tentar al diablo...

¿Será capaz este partido centenario chino de compaginar estos dos principios, hasta ahora incompatibles en la historia, de desarrollo económico acelerado y privación de libertad política? La respuesta, como en la canción de Bob Dylan, “está en el viento”, o más bien en los años venideros.

Como apunta el ‘Financial Times’, Beijing está confiando importantes aspectos de la gobernanza del país a algoritmos, con una profusión de cámaras de vigilancia dotadas de reconocimiento facial en muchas calles