ivimos tiempos de posverdad en los que la verdad es solo una quimera. Basta con fraguar una narrativa poderosa, convincente y plausible, cuyo objetivo no es persuadir a la ciudadanía mediante la razón, sino imponérsela mediante el engaño. En fin, aunque no hayamos hecho una revolución tan dispuesta y cargada de literatura como la francesa o una conmoción tan épica y dostoyevskiana como la rusa, tenemos las hormonas y el talante de un pueblo soñador que no se resigna a la mentira. Esa es la única esperanza que nos queda frente a esos políticos que se afanan en dividir a los ciudadanos en españoles y antiespañoles, cuando, en realidad, sólo hay los que comen de su hambre y los que desayunan con diamantes. Lo cierto es que nuestra sociedad es un conjunto de pueblos diversos, de culturas diferentes, ideologías enfrentadas, creencias, costumbres, tradiciones y gentes diferentes que, siendo de ayer y de hoy, forman parte también del futuro. Y es que la cultura de este país no es un adorno ni un conjunto de supersticiones precientíficas, sino una fuerza vital, una matriz en torno a la cual se teje nuestra vida social. Tanto en su origen como a lo largo de su devenir histórico y en su conformación presente, la cultura estatal es, en su esencialidad, abigarrada y plural. Por eso es absurdo tratar de homogenizarla, y, sobre todo, es tan improcedente intentar remodelar la cultura de los grupos minoritarios a imagen y semejanza de la cultura mayoritaria, como pretender ampliar la implantación de la cultura minoritaria por vía coercitiva. Lo primero genera bolsas colectivas de exclusión social y lo segundo reacciones de rechazo. Es este un país de aventuras y mistificaciones barojianas, paradojas unamunianas, esperpentos valleinclanescos, fantasmas goyescos y cañas y vinos aquí, manzanilla y montaditos en Cádiz. En esta tierra del envite, de carreras delante de los toros, de la mascletà, de la sobrecogedora Semana Santa sevillana o de hechos de la envergadura del 2 de mayo de 1808, no se han dado en los dos últimos siglos conciliábulos que no estuvieran sujetos a la dialéctica democrática, a excepción de la guerra incivil y la dictadura promovida por la ultraderecha y el nacionalcatolicismo. Por tanto, el país va a seguir siendo lo que los paisanos quieran que sea, aunque algunos personajes de tramoya, de esos que van dejando una estela de rosarios y avemarías allí por donde van, no cesan de prodigarse en embustes, paparruchadas y en disputas más o menos acaloradas, arrojando sus posverdades por doquier con tal de falsificar la realidad y adaptarla a sus intereses. La posverdad convierte el odio en una liturgia xenófoba, racista y homófoba mediante la cual pretende cohesionar un ideal patrio, tan falso como excluyente. También el negacionismo es producto de la distorsión deliberada de la realidad cuando esta resulta ser incómoda.

Podemos pensar que los políticos viven en una dinámica distinta de la del común de los mortales. Podemos ver en la pluralidad de sensibilidades políticas un atisbo de riqueza dialéctica, pero esta visión de foco múltiple, en ocasiones, se sale de la variedad deseable para adentrarse en una ambigüedad inaceptable. Es verdad que no se ha aquilatado suficientemente el alto valor ético y dialéctico de la diversidad en la vida política, pero algunas de las opciones actuales son claramente contrapuestas a la formulación cabal de la democracia. La ciudadanía no ha valorado lo suficiente el ambiguo y quizá falaz aluvión ideológico que cohabita en la sociedad, pues la posverdad lo aguanta todo. Se dejan oír los partidarios de las gestas de antaño, vocingleros de la estética totalitaria, minoría que gusta de actuar con la suficiencia de la mayoría, siendo, paradójicamente, su fragmento menos representativo. Hay antinacionalistas extemporáneos que todavía parecen disfrutar con el avasallamiento de la diferencia o regionalistas patanegra de ascendencia celta, ceretana, agramontesa o beamontesa. Incluso obcecados que, una vez desposeídos de su supuesto espacio electoral, han perdido el sentido incidental y efímero del desempeño del poder e insisten en su inutilidad. Hay, asimismo, tránsfugas de las mesnadas propias que, esclavos de sus apetitos de poder, buscan alojo en mesnadas ajenas. Y es que ser leal es, por lo visto, decadente. Los hay devotos de los pactos contra natura, lo que no suele ser benigna en sus consecuencias. Existen los partidarios de las mayorías absolutas que configuran una suma inquietantemente poblada y espesa, que se desliza en la práctica a una dictadura efectiva que ahorma y asfixia el necesario y obligado control democrático del poder. Y hay, en fin, numerosos neandertales con marcapasos que, no sabiendo qué hacer con las ruinas del franquismo, se entretienen urdiendo bulos que prosperan de forma masificada. Y es que la posverdad lo aguanta todo.

El autor es médico-psiquiatra y presidente del PSN-PSOE