n el amanecer del 1 de enero de 1981, se cerraron los ojos claros de Manuel Irujo que perfilaron horizontes de grandeza. Calló la voz que desde su garganta irrumpió, emanada de su corazón, novedosa aunque modelada por generaciones antecedentes que hicieron de la causa del pueblo vasco una llamada, atenuando la depresión que las guerras carlistas procuraron en su derrota. Irujo fue el dorado cordón umbilical que nos unía además a la emoción redentora de los Euskalerriakos de Nabarra, con Estanis Aranzadi Izkue a la cabeza, revindicando la vieja lengua nacional. Nuestro derecho a ser pueblo conforme a la Ley antigua. Lege zaharrak.

Participó en la tarea de promoción del Estatuto Vasco Navarro, 1931, buscando una acción administrativa conjunta de los cuatro pueblos vascos peninsulares, unidos en la defensa de sus fueros. Lloró cuando el sueño se desplomó por la deslealtad de algunos, que no la de todos. Con el golpe de estado y la guerra de 1936, padeció exilio forzoso, difamación y expolio de bienes. Irujo no inclinó la cabeza ni bajó los hombros ni flaqueó, persistente en su defensa de unión vasca, desde la lid democrática de la palabra y el pacto. Mantuvo su convicción, comunicándola a las nuevas generaciones. No es fácil transitar 40 años por el desierto del exilio, vocero de que Euskadi es la patria de los vascos. Estuvo de niño en brazos de Sabino Arana Goiri, en Abando, para devolvernos, setenta años después, recuperado el ritmo democrático, el calor primordial de exigencias fundamentales para un pueblo de hombres y mujeres responsables y respetables.

Manuel Irujo se nos fue hace 40 años, en un amanecer en el que un sol pálido templó la tierra cubierta con sudario de hielo. Para velarlo en capilla ardiente, se abrió Irujo Etxea, expropiada por 40 años y devuelta a la familia. En 24 horas la Junta Municipal de Lizarra EAJ/PNV, pulió los suelos de áspera madera dejándolos brillantes, se aceitaron las cerrajas de las puertas que se abrieron al nuevo milagro, se cubrieron con lienzos de luto los espejos de la vivienda donde una familia tuvo un sueño. Manuel Irujo reposó en su ataúd, sobre el pavimento donde una vez sus ágiles pies dieron giros de baile, bajo el techo donde sus manos delicadas arrancaron notas melódicas al piano familiar. Desde cuyas ventanas podían verse la plaza de Santiago y escuchar sus bulliciosas ferias, el campaneo de las iglesias de Lizarra que compusieron las horas y los días y los años de su niñez y juventud.

Quienes le amaron y siguieron, cualquiera fuera la edad que tuvieran, emprendieron marcha desde todos los puntos de Euskal Herria. Colmaron los caminos, se deslizaron sobre el hielo, desfilaron bajo el sol invernal, atravesaron la cortina del viento del norte. Se trataba de acceder a Lizarra de donde una vez partió el hombre que quiso humanizar la guerra, en homenaje póstumo por haber alumbrados sus vidas, utilizado la palabra para convencer, provocando la confrontación de las ideas desde la lógica, promoviendo el acercamiento de lejanos y propios.

Comprendimos que no habia muerto aunque en andas llevaban su ataúd familiares y amigos, al son de la Marcha de San Andrés, a su último sitio en la tierra, que había sido el primero. A descansar junto a los suyos, cumplida la tarea de escudriñar el entorno que rodeaba a un pueblo sacudido por sus derrotas, guerras externas e internas, perdido en su historia, pero sostenido por cadenas generacionales que pese a su singladura, lograron el milagro de la continuidad existencial. No reclamaron ni reclamábamos nada que no estuviera en el contexto de los Derechos Humanos. Queríamos ser nosotros mismos en armonía con los demás.

Lo reintegramos a la tierra maternal y la multitud congregada sintió dolor que santificó aita Joxe Miel Barandiaran con su bendición que provenía del primer día de la prehistoria europea. Así, aunque abrumados por la separación que imponía la muerte, no no sentíamos huérfanos sino herederos de un hombre que reclamó la supervivencia de nuestra lengua excepcional, de nuestra legislación avanzada, del afán de bailar y cantar, es decir de vivir, que la humanidad es algo mas que deberes y derechos, es baile, bertsos, canciones, deportes y risas.

Somos pared de frontón y pelotaris que levitan en el aire, levantadores fornidos de piedras milenarias, traineros que surcan aguas revueltas, arrantzales que dominan mares y arremeten contra cetáceos, trabajadores de las minas de hierro y de las tierras de cultivo, pastores de ganados que hicieron del Pirineo lugar sin fronteras, expatriados que sin cambiar sus zapatos reiniciaron vidas en territorios extraños y que por donde fueron recogieron reconocimiento de buen quehacer, músicos que exponen dantzas elegantes y briosas, bertsolaris de canciones armoniosas, burlonas, dulces, tiernas y tristes... que somos eso y mucho mas. Y tal tesoro cultural cabía en el alma de Manuel Irujo Ollo, el hombre que sabía tocar el txistu y el piano, cantar Agur Januak y pulsar la dialéctica política con el arma poderosa de la razón. De la generosidad. De la empatía.

Hace 40 años repusimos su cuerpo a la tierra de Lizarra, pero quedó entre nosotros su espíritu para que no nos quepa el olvido de donde venimos, espantando la desidia de a donde queremos ir. Porque somos, merecemos ser, tal como nos lo revelo Mandela y señaló Manuel Irujo, capitanes de nuestra alma.

La autora es bibliotecaria y escritora