Me llega información de diferentes muestras cuyo contenido fundamentalmente gira en torno a este concepto que obra en el arte con el objeto primordial de agradar a los demás. Lo que no significa, en modo alguno, que sea una producción fácil, sino, en muchas ocasiones, todo lo contrario. Por lo general, es obra que se conforma con una temática al alcance de todos, decorativa en muchos sentidos, ocultando, a veces, otros mundos e intereses no apreciados a simple vista. Esto último, no obstante, es la excepción.

Son paisajes, bodegones, flores y mariposas, pero también reformulaciones de obras pertenecientes a los grandes éxitos de la abstracción e incluso del arte popular. Sin pertenecer estrictamente a la clasificación de lo kitsch tampoco se aleja en exceso; al menos en su definición canónica, que un viejo diccionario ‘a [la] mano’ (en la expresión heideggeriana), afirma ser estilo propio de la “estética burguesa del mal gusto, [y lo que viene siendo tal vez más importante] caracterizada ante todo por su imitación de modelos anteriores [recalando] en su tendencia al pastiche, su potenciación de lo anecdótico, ornamental, superfluo e inútil y su proclividad a lo efectista, sentimentaloide, magnífico y supuestamente aristocrático”. Definición vigente salvo, quizás, por la excepción de que ya no constituye el gusto de la clase burguesa adinerada más reaccionaria del XIX, al haber invadido transversalmente el de las capas más populares del XX y lo que llevamos del XXI. El cómo ha sido posible tal trasvase daría para toda un tesis que alguien, a no dudar, habrá realizado con mayores competencias que la mía.

En mi pequeña colección particular, cuento con una de estas obras, cuyo trasfondo, no obstante, constituía el intento de denuncia sobre la especulación inmobiliaria a la que nuestra ciudad de Iruña fuera sometida para la implantación de una gran cadena comercial como es la de El Corte Inglés, vendida, diríase casi regalada, ante la perentoria necesidad de alimentarse, siquiera espiritualmente pero también materialmente, que tuviera su autor, el pintor prematuramente desaparecido Koldo Agarraberes. Una lámina a rotulador negro y rojo plastificada con el motivo de un edificio rematado por la marca del mencionado comercio, adaptada al gracejo andaluz, sencillamente enmarcada por listones también en rojo y euskérico título de Diruagatik. El rojo del interior forma parte de una señal de prohibido el paso que combina simbólicamente con el rojo del encuadre. Fundamentalmente, jugando con la ironía, el autor pretendía transmitir un mensaje crítico a la vez que cumplir humildemente con funciones subalternas más prosaicas pero no menos necesarias.

Cuando, por fin, tras meses de confinamiento me decidiera cortarme el pelo en la peluquería de caballeros del lugar donde resido, la sorpresa del reencuentro con el peluquero tuvo asimismo el premio añadido de contar con una reducida muestra de dos autores locales que habían cedido provisionalmente su obra para el disfrute de la vecindad. Su temática: flores, vegetación y mariposas. Sin embargo, descontextualizadas de las motivaciones que han hecho evolucionar la producción de ambos artistas en tal dirección, desde el expresionismo, la poética y lenguajes experimentales, me quedó la intrigante duda, no resuelta a día de hoy, sobre el objeto e intencionalidad de la misma. Por suerte, este humilde evento coincidió, asimismo, con una lectura en la que voy avanzando perezosamente, titulada Arte y Objetos del filósofo del realismo especulativo Graham Harman. Casualidad ésta que bien hubiera podido tener algo que ver con la esotérica, oculta realidad, escondida tras el popular, por otras cuestiones, fenómeno de la sincronicidad.

Sea como fuere, ahí me encontraba ante el reflejo especular de una tapa bicolor depositada en la mesita de espera entre revistas del corazón y periódicos del día, que básicamente, en algunos de sus elementos me trajo a la vista –otra vez la expresión heideggeriana – la mencionada obra de Koldo, rodeado de las otras de aquellos dos artistas (cuyos nombres obvio para no herir susceptibilidades en caso de desacuerdo con lo aquí planteado. Lo que así será con toda seguridad).

Harman recuerda cómo Kant diferenciaba entre encanto y belleza, así como afirmaba que el encanto nada tiene que ver con lo sublime. Y cabe aquí recordar grosso modo que el filósofo alemán es fundamentalmente uno de los cénit del pensamiento ilustrado y racionalista, por no decir el mayor, dialógicamente relacionado con otros idealismos que, en ocasiones, surgen como reacción a sus ideas en filósofos como Hegel y Fichte. Lo que Kant afirma, al decir de Harman, es “que el encanto entra en juego, por ejemplo, cada vez que no nos interesan los objetos bellos sino simplemente los aspectos bellos de los objetos”, después de habernos aclarado el que “la opinión de que la belleza puede se potenciada a través del encanto, es un error ordinario muy perjudicial al verdadero, incorruptible y profundo gusto”. También en Kant, nos dirá: “lo agradable lo es también para los animales no racionales; lo bello es solo para seres humanos, es decir seres que son animales pero racionales.”

Finalmente Harman recoge en su ensayo cómo Kant consideraba el que: “[La satisfacción por lo sublime] no puede unirse con el encanto […] y merece llamarse, no placer positivo, sino, mejor, admiración o respeto, es decir, placer negativo”. Lo que, “reformulado en términos de la Ontología Orientada a Objetos” del filósofo norteamericano, significa en su esquema cuádruple “que mientras el encanto es meramente un fenómeno sensible del tipo objeto sensible-cualidad sensible; lo sublime posee una inconfundible conexión con la impenetrable profundidad de lo real, los ondulantes deleites del encanto, por tanto, quedan lejos de la amenazante bruma de lo sublime.” Es así como ambos orientan el desafío dado ante la contemplación de la obra de los grandes del arte hacia un tipo de valoración y cognición que tiene como objeto lo real ausente.

El autor es escritor