Se mide la inteligencia de un individuo por la cantidad de incertidumbres que es capaz de soportar. (Immanuel Kant)

El premio Nobel de literatura, Peter Handke, manifestó: “vivo de lo que los demás no saben de mí”, haciendo referencia a la poderosa transparencia digital que se expande por internet como un nuevo totalitarismo en el que se pierde el alma humana, su libertad, espontaneidad e interioridad, y cuyo imperativo es tan solo económico. La transparencia, entendida como lucha ante la corrupción, o como aliada de los derechos humanos, es tan necesaria como bienvenida. No así cuando amenaza con el control de las sociedades que se desnudan sin pudor y sin clara conciencia de las consecuencias de su propia entrega; sociedades bañadas por las aguas turbias de una engañosa libertad encaminada hacia el rendimiento y explotación del ser humano. El ya imprescindible móvil y las nuevas tecnologías aportan grandes avances y comodidades, pero pueden devenir en una nueva forma de esclavitud. Tenemos el deber de involucrarnos en esta problemática, ya que somos la última generación que puede hablar a los nativos digitales de cómo era la vida antes de estos avances. Hay nuevos retos para la filosofía, que debe despertar de su actual anquilosamiento y aportar nuevas teorías para un tiempo en el que la cultura está en el desván del mercado negro, mientras paseamos nuestro adocenamiento por la marea alta del asfalto, donde sucumben el intelecto y la fuerza lírica de la existencia, la cual requiere de un tiempo imprescindible de observación y reflexión. Se sueña desde Europa una vida más intensa y más joven, a la sombra de una tecnología que nos apresa y nos rompe el espejo mágico al que preguntarle por dónde seguir el camino seguro y apacible del sosiego del espíritu, dejando atrás el sentimiento escalofriado de tanto desconcierto en nuestro tránsito humano, cuyo susurrante e incesante eco nos trae, como a Oscar Wilde, la inquietud de saber que “para la mayoría de nosotros, la vida verdadera es aquella que no llevamos”. Hay una conducta disparatada y meteórica en esta era digital, promoviendo el entusiasmo de vender las interioridades en breves capítulos que van conformando nuestra biografía, sacudida, cada día, por las fibras de la vulgar eficacia del renovado capitalismo, nutrido por las nuevas tecnologías, en las que ética y valores se dirigen incondicionalmente hacia el precipicio donde se gesta el secuestro del pensamiento crítico, configurando una fiel estampa de la estulticia humana, con el deliberado cultivo de una ignorancia aferrada a la dictadura de los datos, para cobrar el precio que se ofrece por nuestra propia cabeza puesta a la venta en el mercado de consumo. El nuevo síndrome de fatiga informativa produce la anulación de la capacidad analítica, impidiendo asumir necesarias responsabilidades. Se ha publicado recientemente que más de un centenar de colegios norteamericanos acusan a cinco grandes tecnológicas de arruinar la salud mental de sus estudiantes, entre los que se han disparado los suicidios, depresiones y autolesiones. Un sendero ecuménico de escoria está saliendo de las grandes y camaleónicas tecnológicas, mostrando, especialmente a jóvenes y adolescentes, un sol que les saca de sus cavernas de recelo hacia la sociedad, exhibiendo trampas de falsos brillos sobre su remansada inocencia de iniciales avatares. Surgen así seres transparentes que entregan, con activa colaboración, la esencia de su libertad al sistema digital. El “big data” ha devenido en el maremágnum del dataísmo, con un falso concepto cultural, aportando un desorientado y radical nihilismo, unido a la constante desazón narcisista del vacío interior, basando la autoestima en sentirse importante para otros; la culpa y los sentimientos de carencia se adueñan de muchos adolescentes que navegan durante horas por los procelosos mares de las redes de internet. La sociedad se quita lastre hablando de las responsabilidades futuras de la juventud, en unas circunstancias en las que el paro y la precariedad salarial afectan con fuerza destructiva sus ilusiones de presente y futuro; aún nos preguntamos, acusadores, por esta generación sobreviviente a la que hemos llevado a perder el respeto por la solemnidad de su mundo progenitor. La danza está comenzada y no parece que sepamos si queremos frenar el fragor del engaño que nos habita y que, pese a penetrar con menor fuerza en una madurez desencantada, deslumbra a jóvenes y adolescentes deseosos de apurar la novedad, de delirar y llegar al límite recibiendo en el rostro la lluvia multicolor de todo lo que cae de las redes. Quizá, por primera vez en la historia, surge una juventud que renuncia a su futuro, priorizando vivir íntegramente su presente irrepetible, danzando descalzos sobre los peligrosos e hipnóticos hielos emergentes de las redes sociales, deslizándose en este apeadero de almas donde la realidad se derrumba en escombros, fuera del cual muestran una espesa nube de recelo en la mirada, una tristeza anacrónica e invernal, con su negra carbonilla, que les roba el valioso tiempo de observar, pensar y vivir, dejándoles con el corazón desabrochado ante un sistema voraz, confuso y cínico. Las grandes tecnológicas son, con frecuencia, la encarnación exacta y digitalizada de las malas compañías, presentando a nuestros jóvenes un desconcertante abanico en el que se mezcla lo mejor del ser humano y lo más abominable, con evidente desorden del pensamiento y el deterioro de los valores esenciales y precisos para su formación, ensombreciendo la razón con la que navegamos por la vida hacia la libertad que, según Nietzsche, “es la voluntad de ser responsables ante nosotros mismos”. Se ciernen múltiples peligros sobre la juventud, esa diosa del amanecer del mundo, atrapada por el anestesiante mercantilismo de las redes. Nuestro modo de vivir está dando desbordado testimonio de la decadencia del alma y nos habla del instinto de presa de los hombres, que siguen firmando con fúnebre tinta los partes de guerra.

Mientras el mundo se baña en sus manantiales de silencio y equivocaciones, los gobiernos juegan a la urgencia periodística del susto social, mostrando tan solo las heridas presentables que pueden curar con las vendas del puro oportunismo, buscando, con su mercancía electoral, la mística democrática de la comunión del voto, apartándose de una implicación activa ante estos nuevos y peligrosos paradigmas que persiguen convertir nuestras experiencias en un flujo continuo de información obsesivamente compartida en las redes. Estamos ante un nuevo avatar del Homo sapiens; se sustituye al ya obsoleto posmodernismo y se demanda que todo deba conectarse a internet, propulsando, entre formas extremas de disidencia, como nunca antes, el vacío del pensamiento filosófico. Tiempos en los que el individuo camina soñándose a sí mismo en un desvarío de identidad, perdiendo la capacidad de hacer hallazgos en la gran oferta de cada amanecer. Nos decía Platón: “un hombre que no arriesga nada por sus ideas, o no valen nada sus ideas, o no vale nada el hombre”. En una sociedad en plena lucha contra la violencia de género, resulta escandaloso que el inextricable laberinto de internet se torne luciferino, con su oferta de execrable basura, nutriendo los anhelos de los jóvenes con lo imposible y falso, distorsionando el sentido del amor y de la vida. Es hora de reaccionar con energía ante el engañoso perfume del nuevo imperio digital, o el deterioro humano no se hará esperar.