En el sainete de la última moción de censura, impulsada por Vox con el fin exclusivo de desprestigiar a la institución parlamentaria, el candidato a la misma de dicho partido, Ramón Tamames, efectuó una crítica radical al sistema electoral imperante en España para las elecciones generales. Dijo sobre él que, “Muchas de las peores cosas que están sucediendo en España, tienen su origen en el sistema electoral aplicable con carácter general, de normas que se promulgaron antes de la recuperación democrática de 1977. En tales condiciones, la configuración de las Cortes Generales, por la vía electoral, proporciona, actualmente, un peso indebidamente excesivo a los partidos ultranacionalistas y separatistas. De los que a la hora de formarse gobiernos nacionales minoritarios, necesitan apoyo. Un favor por el que siempre han de pagarse los más altos precios, en términos de concesiones de todo tipo”.

En consonancia con ello, Tamames apremió a los partidos constitucionales a un pacto previo ¡para unas elecciones generales a celebrar el próximo 28 de mayo, coincidentes con las municipales y autonómicas de muchas CCAA!, estructurado en tres puntos, uno de los cuales el relativo a una nueva Ley Electoral “para evitar el sobrepeso de la representación nacionalista y separatista en las grandes decisiones del Parlamento y del propio Gobierno de la Nación”.

Ante esas afirmaciones lo primero que hay que decir es que son falsas. Como es sabido, el sistema electoral español sobrerrepresenta a las provincias menos pobladas. Centrándonos en las últimas elecciones, las del 10 de noviembre de 2019, las 28 provincias menos pobladas eligieron entre uno y cinco diputados, aportando en total 103 escaños, el 30 por ciento de los totales. Dos (Madrid y Barcelona) contribuían con más 30, otras cuatro provincias con entre 11 a 15, otras seis con entre 8 a 10 y otras doce con entre 6 a 7. Además, la fórmula D’Hondt que se emplea para el reparto en aquellas provincias menos pobladas genera unos resultados claramente desproporcionales, reservando la representación en exclusiva a los partidos mayoritarios más votados. Solamente en las provincias con mayor población dicho sistema tiende a la proporcionalidad. Además, el porcentaje mínimo de porcentaje de votos exigido lamina a los partidos más pequeños.

En esas últimas elecciones generales el coste de cada escaño fue de 56134 votos en el caso del PSOE, de 57543 en el del PP, de 69822 para Vox y de 88239 para Unidas Podemos. A su vez, exigió 66840 votos para cada escaño de ERC, 65859 para cada uno de JxCat, 53917 para cada uno del PNV, 55503 para cada uno de EH Bildu, 118997 para cada uno del BNG y 122229 para cada uno de la CUP. Navarra Suma consiguió representación a un precio de 49224 por escaño y el diputado de Teruel Existe se fundamentó en el voto de 19696 electores. Por lo tanto, PSOE, PP, PNV y Bildu se movieron con similares exigencias de respaldo por un lado; al igual que sucedió con Vox, ERC y JxCat. A UP, BNG y CUP el sistema les exigió mucha mayor inversión en caudal de votantes. Consecuentemente, al contrario de lo que sostenía Tamames, no tienen los partidos nacionalistas periféricos ninguna ventaja de partida.

Es más, la sobrerrepresentación mencionada de las provincias menos pobladas benefició sustancialmente al PSOE, al PP y a Vox. En las provincias de la España interior que aportan entre uno y cinco escaños esos partidos cosecharon 42, 33 y 16 escaños respectivamente, un tercio en cada caso de su apoyo total, por solo 3 Unidas Podemos.

Además de todo ello, hay otra cuestión, que mencionó de pasada el economista-candidato: el hecho de que el sistema electoral es una herencia posfranquista, algo insuficientemente conocido por la mayoría de la opinión pública.

Es cierto que el real Decreto-Ley 20/1977 de 18 de marzo, promulgado por el Gobierno Suárez, fue la norma que reguló las elecciones de junio de 1977. Pero no hay que olvidar que estaba absolutamente prefigurado, tal y como recuerda Sánchez-Cuenca, en la Disposición Transitoria de la Ley de Reforma Política aprobada por las Cortes franquistas en noviembre de 1976 e incluso en borradores anteriores.

El borrador de la ley de reforma política elaborado por Fernández-Miranda incluía un proyecto de sistema electoral (Congreso de los Diputados de 350 representantes elegido por sufragio universal para tres años, Senado de 250 miembros elegidos para cuatro años, 102 por sufragio, 40 de designación real, 50 designados por corporaciones y 18 por el Gobierno). Además, una disposición transitoria reservaba al Gobierno la regulación de las elecciones y especificaba que la ley electoral sería proporcional. En su paso por la comisión gubernamental se eliminó todo resto de representación orgánica en el Senado, reservándose un cupo de un quinto para los senadores de designación real, e igualándose en cuatro años los mandatos de ambas cámaras.

En su paso por las Cortes franquistas el proyecto sufrió modificaciones que terminarían de conformar el sistema como consecuencia de las exigencias a la fórmula electoral planteadas por los procuradores de Alianza Popular, federación de partidos creada en el otoño de 1976 que en 1979 daría lugar al partido de tal nombre. Fraga estaba convencido de que la derecha podía ganar en las elecciones, lo que era avalado por las encuestas de la época, y de que la mejor vía para ello, debilitando el voto urbano de izquierdas, era aceptar como mal menor el sistema proporcional siempre y cuando se reconociera la provincia como circunscripción electoral con un número mínimo de representantes y que hubiera un umbral de entrada para conseguir representación parlamentaria, todo lo cual fue recogido en la disposición transitoria primera.

Todo lo anterior no fue en absoluto negociado por la oposición, que tuvo que tragar con lo que había. En las 17 reuniones entre el gobierno Suárez y de Coordinación Democrática, en las que el primero no sintió nunca la necesidad de negociar con las fuerzas opositoras (por el éxito obtenido en el referéndum de la Ley de Reforma Política, por el carácter limitado de las movilizaciones en su contra organizadas por aquellas y por las divisiones de las mismas) entre julio de 1976 y febrero de 1977 se acordó crear una ponencia técnica que trabajara sobre la ley electoral. Pero las dos reuniones técnicas celebradas en enero entre los técnicos del Gobierno encargados de la redacción de la ley y los técnicos de la comisión de los 10 fueron de naturaleza meramente informativa en las que, al decir de Herrero de Miñon, uno de los primeros, se pretendió dar una imagen de negociación pero sin que en realidad prosperara ninguna de las enmiendas de la oposición, lo que fue corroborado por los testimonios de socialistas como Galeote y Múgica y el propio González. Las únicas demandas de la oposición que fueron atendidas por el Gobierno fueron la duración de un mes de la campaña electoral para que la oposición pudiera darse a conocer y contrarrestar la ventaja evidente del Gobierno. Por contra, el Gobierno se negó a la mayoría de edad a los 18 años y la edad requerida fueron los 21.

La finalidad perseguida con tal sistema fue finalmente lograda: un sistema bipartidista que se mantendría hasta hace pocos años. En junio de 1977, UCD consiguió el 34,4 por ciento de los votos; el PSOE el 29,3; AP el 8,2; PCE el 9,3; y el PSP el 4,5. En total, 43 % para cada bloque izquierda/derecha en porcentajes de voto, si bien con un 52 de escaños para la derecha y un 41 para la izquierda. Los grandes derrotados, AP y el PCE, esperaban resultados mucho más favorables. Aunque AP, tras la implosión de UCD tras 1982, se convertiría en el único polo de la derecha durante décadas hasta 2015, el PCE entraría en barrena.

Con todo, volviendo a Tamames, ¿cómo se puede sostener el disparate de que el sistema electoral beneficia al nacionalismo periférico cuando fue proyectado desde el posfranquismo?.