Vivimos tiempos de mentiras y bravatas en los que la verdad y el respeto son tan solo quimeras. Basta con fraguar una narrativa hasta cierto verosímil para que circulen por determinados medios de comunicación y por las redes sociales flagrantes mentiras, cuyo objetivo es engañar a la ciudadanía. Los políticos de la extrema derecha han tenido siempre una relación muy peculiar con la verdad, pues de forma desvergonzada niegan, exageran o mienten descaradamente sobre importantes cuestiones políticas, sin que los medios de comunicación hayan sido capaces de frenar esta tendencia ni la ciudadanía haya sido capaz de castigarla electoralmente. Abundan los políticos de tramoya que, allí por donde van, no cesan en prodigarse en embustes y provocaciones más o menos exaltadas, arrojando sus posverdades por doquier con tal de falsificar la realidad y adaptarla a sus intereses. La posverdad convierte la verdad en falsedad y el engaño en una liturgia misógina, xenófoba, racista, homófoba y negacionista mediante la cual se pretende cohesionar una alternativa política o un ideal patrio, tan falso como excluyente. Basten como ejemplo los vergonzosos pactos de Castilla y León o el más reciente de Valencia, en los que la extrema derecha anuncia su vuelta al pasado, a una España más centralizada, monocultural y nacionalcatólica, que conlleva una apología de la propia particularidad, cuyo ropaje epistémico apenas disimula su autoritarismo. O el provocador nombramiento como concejal de Igualdad a un hombre, Carlos Salvador, un ultraconservador que, en un alarde de crueldad, pretendía que las mujeres que deciden abortar tuviesen que ver antes una imagen del feto. Ante semejante desprecio a las mujeres y al feminismo, quizá habría que plantearse la reversión del actual gobierno municipal de Pamplona. En fin, en este engañoso contexto de la posverdad se dejan oír los partidarios de las gestas de antaño, vocingleros de la estética totalitaria, minoría que gusta de actuar con la suficiencia de la mayoría, siendo, paradójicamente, su fragmento menos representativo. Y es que todavía hay numerosos nostálgicos que, no sabiendo qué hacer con las ruinas del franquismo, se entretienen urdiendo bulos que los hacen prosperar de forma masificada. Y es que la posverdad lo aguanta todo. Sin embargo, no es la mentira lo más grave, sino que con sus tropelías estos políticos pervierten el concepto filosófico de verdad, cuyas consecuencias son mucho más trascendentes que una vulgar falsedad, pues vacían de credibilidad y de rigor a la política. Tal es así que en el ámbito de la ultraderecha parece no haber verdad con mayúscula, ni siquiera verdad relativa, sino falsedades que operan como verdades, tan coyunturales como efímeras.

Toda supuesta verdad parece tener su propia vigencia temporal y su fecha de caducidad, hasta el punto de que todo bulo propuesto como cierto, agota su vigencia rápidamente para ser sustituido por otro bulo, incluso opuesto al anterior, como es el caso de María Guardiola, la mujer sin palabra que, doblegándose a las órdenes del incoherente Núñez Feijóo, ha terminado pactando con Vox, poniendo como excusa que su palabra es menos importante que el futuro de los extremeños, claro que fiar el porvenir de los extremeños a un pacto fáustico es puro cinismo. Por tanto, opera como verdad aquella proposición que muestra su eficacia a la hora de lograr un objetivo. Una vez logrado el fin perseguido, la supuesta verdad deja de ser operativa y caduca. La verdad se identifica así con lo que es útil. Y es precisamente su utilidad la que a posteriori pretende legitimar la mentira como verdad. Aquí radica precisamente la miseria de la política actual, pues la supuesta verdad es tan solo una proposición utilitarista y cortoplacista, que solo busca la obtención de los resultados apetecidos coyunturalmente, sin detenerse a pensar el descrédito y desafección que se va instalando en la ciudadanía de forma cada vez más preocupante. Es cierto que la imposibilidad de una fundamentación filosófica inequívoca y última de la verdad dan al traste con toda esperanza de un establecimiento irrefutable de la misma, de tal suerte que los intentos de restaurarla suenan a nostalgia metafísica y facilitan que la falsedad prospere, lo que se deriva en cierto escepticismo y en una vacuidad agonizante que se enfrenta a un horizonte anihilado. Sin embargo, independientemente de este complejo debate filosófico, la verdad como virtud, sin que llegue a ser un acto revolucionario como pretendía el conocido dictum de Orwell, es indispensable para que la política éticamente orientada sea viable en una democracia.

*El autor es médico-psiquiatra-psicoanalista