Ha pasado un siglo desde que una crónica sanferminera recogiera el impacto en Pamplona de un terremoto que alcanzó intensidad VIII en el área epicentral, a la cola del embalse de Yesa, entre Martes y Artieda. Aquel 10 de julio de 1923, a las 5 horas y 31 minutos de la madrugada, se inició un período sísmico, que se alargó hasta 1925. Según los datos recogidos por el ingeniero y geógrafo don Alfonso Rey Pastor, que era director de la Estación Central de Toledo, el número total de sacudidas durante 1923 fue de 189.

Un terremoto que cambió la ciencia sísmica del Pirineo

El terremoto de Martes del 10 de julio de 1923 fue sentido en todo el cuarto nororiental de la Península Ibérica, desde Cantabria hasta Cataluña y desde el sur de Francia hasta Valencia y Madrid con diferentes intensidades. Como Richter (1900) aún era muy joven y estaba preparando su famosa escala energética basada en la magnitud (tenía 23 años), la magnitud del evento fue variando durante los siglos XX y XXI con las sucesivas revisiones del primitivo registro, variando éstas desde M5,4 hasta M6,0. En esa época se utilizaba la escala de intensidad de Mercalli. A Pamplona se le adjudicó una intensidad de IV-V, similar a la vivida la madrugada del 10 de marzo de 1903 o más recientemente la famosa noche de los terremotos del 1 de octubre de 2020. En San Sebastián por un efecto local llegó a V, como en Huesca. En Girona y Barcelona IV, como en Perpiñán, Logroño o Zaragoza.

Este terremoto cambió completamente la percepción del medio que nos sustenta y poco a poco fue estudiándose la geología prepirenaica a la par que el nuevo producto tecnológico más impactante de todos los tiempos se imponía en el mundo de la construcción mundial hasta pasar del 2% en 1923, al 80% del peso de todas las cosas tecnológicas inventadas por el ser humano en 2020, incluyendo plásticos, metales, vidrio, asfalto o ladrillos: hablamos del hormigón armado. Su acelerada implantación a nivel planetario vino acompañada de lo que más tarde se consolidaría como las normas de construcción sismorresistentes que tan satisfactoriamente aplicamos en Navarra. Prueba de ello fue Pamplona y la resistencia de nuestros edificios ante una aceleración del terreno de 0,16g (g es la aceleración de la gravedad) el 10 de marzo de 2017 poco antes de las ocho de la mañana, provocada por un terremoto de intensidad VI con epicentro en Olave. Pamplona se ha venido construyendo desde 1968 aplicando una cuarta parte (0,04g a partir de 2002). Precisamente en 1923 se construía lo que seguramente sería el primer edificio de hormigón armado de Iruña-Pamplona: la Plaza de Toros.

Pamplona en las fiestas de San Fermín de 1923

El terremoto conmocionó a las personas que lo vivieron y que, además, acompañó a los Sanfermines de aquel año entre sustos y juergas. El entonces alcalde de Iruña escribió la siguiente crónica cuando aún no había datos de la magnitud del evento. Se trata de la única crónica de los Sanfermines que incluye un fenómeno sísmico:

Crónica sanferminera, 10 de julio de 1923.

Terremoto: a las cinco y media de la mañana del día 10, mientras las dianas desfilaban por la ciudad, se produjo un importante temblor de tierra que causó gran alarma entre la población. Se desconoce su intensidad, pero sirva como dato que su epicentro debió de estar situado entre Burgui, Castillonuevo, Tiermas y Salvatierra de Esca (en las inmediaciones de la foz de Sigües); y que en Burgui se desplomó un corral, en Castillonuevo una casa, y en Tiermas cayó la torre de la iglesia.

Entre el amplio grupo de forasteros llegados a una Pamplona cuyas fiestas ya tenían una proyección internacional había un joven matrimonio de nacionalidad estadounidense que vivían en París. Él era periodista y acudía a Pamplona para cubrir nuestras fiestas desde el semanario canadiense Toronto Star. Se llamaba Ernest Hemingway, un forastero más; pero un forastero a quien el destino le tenía preparado convertirse en uno de los personajes emblemáticos de los Sanfermines de todos los tiempos.

Al periodista parece que le gustó, y le enganchó. No se han encontrado referencias en sus artículos ni en sus cartas a aquel evento del que todo el mundo habló al menos hasta 1925 que cesaron las réplicas, ¿estaría Ernest de resaca? El propio director de la Estación Central de Toledo escribió sobre los días posteriores: “... Las noticias publicadas por la prensa al día siguiente pusieron de manifiesto la extensión del área de conmoción, que abarcó en España toda la región del NE, llegó por el S. hasta la provincia de Madrid y comprendió también buena parte del mediodía de Francia. Los epígrafes de los telegramas comunicados por los periódicos anunciaban los grandes daños sufridos en gran número de pueblos de las provincias de Huesca y Zaragoza, la aparición de agrietamientos en el suelo, salida de llamaradas por los mismos, incendio de montes, etcétera, dando por seguro la aparición inminente de un volcán...”.

Alfonso Rey Pastor recopiló información años después de sus trabajos de campo y de las entrevistas a los testigos, poniendo de manifiesto las deformaciones del terreno previas a que se desatara el fenómeno sísmico en la zona: “… observaron varios vecinos un cambio lento en la fisonomía de la zona, hasta el punto de cesar la visualidad del pueblo de Sada desde la carretera (…). Otro punto muy interesante en este sismo ha sido la relación de los fenómenos meteorológicos y los sísmicos. Dos o tres días antes del sismo principal algunos dijeron que ya habían visto resplandores en la Sierra de Orba…”. El científico lo achacó a la explosión de gases emanados desde el subsuelo al coincidir “el movimiento epirogénico” con descargas eléctricas de las fuertes tormentas de aquellos días que, entre otras cosas, dejaron aislados a varios pueblos en Navarra y Aragón a causa de los deslizamientos provocados por el terremoto principal, las réplicas y las fuertes tormentas.

Mucho hemos avanzado desde entonces, pero mucho más deberemos avanzar. Aquella ciudad de ladrillos, piedra y madera de 33.000 habitantes se ha multiplicado por más de diez y muchas de las zonas conquistadas durante el siglo XX por el hormigón armado –un producto que permitió diseños muy audaces, pero con obsolescencia programada y al que apenas se le otorga un siglo de vida–, se han domesticado en un suspiro en la escala geológica. Ahora, al menos lo sabemos.

El autor es geólogo investigador en la Universidad de Zaragoza