Hay abreviaturas que esconden inmensidades. En su jerga siempre hablaban del “Piri”. La expresión era breve, pero su universo debía ser necesariamente grande. Ya casi de noche, muchos viernes los vi partir hacia esas dos escuetas sílabas coronadas de blanco. No podía llegar a creer que aquello fuera sólo un mero deporte. Las aficiones van y vienen, pero aquella persistía y arraigaba. 

La Venta de Juan Pito se fue quedando cada vez más abajo y Belagua con el tiempo se limitó a un primer solaz dominguero.  El “Piri”, aún con todas sus inmensidades, se hizo pequeño y hubieron de plantarse ante las más imponentes montañas del planeta. La “amoña” metió más lana en los calcetines que les hizo a mano, los mapas eran ya en inglés y, a la vuelta del Himalaya, las espesas barbas cobraron casi un mes. 

¿Qué empuja cuesta arriba a quien sortea los altares de abajo? ¿Era el cuerpo que quería engrasarse o el alma que quería expandirse? ¿Era la altura un desafío para las piernas o una urgencia interior de llegarse más cerca del misterio intangible? Desplazarnos al centro de la Naturaleza quizás equivalía a presentarnos en el centro de nuestro ser eventualmente también soleado y arboreado. Cada paso respetuoso puede esconder una sincera y muda rendición. La sed de alturas podía ser en realidad una necesidad íntima, a todas luces inconfesable.

La cuestión era seguramente volver, no importa cómo, ni por dónde, una y otra vez a la altura más ancha y panorámica, a la atalaya más soleada que nos habita. Quizás se trataba de ensayar vivir instalados en lo más elevado y noble que en realidad representamos. No importa el sendero, menos aún su nombre en el mapa. En la era digital, de la autonomía que brinda el GPS, es posible prescindir de las gastadas cartografías.“Todo aquello que nos conmueve nos está llamando de regreso a nosotros mismos”, sugiere el artista y escritor argentino, Juan Lucangioli. La conmoción que he constatado en cercanos ateos vale seguramente por mucho del humo de nuestros inciensos reunidos. Mochila al hombro, no será preciso les enseñes “mantrams”, ni melodías trascendentales.

“Conmoverse” era también escalada por vía rápida, discreta pared vertical, modalidad acelerada de remontar en altura. Hemos de cuidarnos de levantar nuevas fronteras entre los “conmovidos”. No sólo derribar fronteras entre los credos, igualmente entre los credos y los no credos. La mirada también ora en la contemplación, por más que se resista en bajar a los labios. Cada quien se “organiza” como puede, vuelve a sí mismo, a la divina presencia que le habita por su camino más florido, sencillo y familiar. Hay quienes optan por verdes alturas sin enhiestas cruces, ni sonoros campanarios. Conozco convencidos “ateos” que no pisan templo, pero que nunca deshacen la mochila con la que se encaminan una y otra vez a las soberbias praderas, a las cimas pirenaicas.

La llamada de la Naturaleza no era sólo una invitación al ejercicio, una búsqueda de la belleza primigenia, era también una urgencia básica de retorno al hogar. Conviene preguntarnos qué es lo que nos anima a aldabonar una y otra vez las puertas de esa Naturaleza y sus desafiantes montañas. Hay esenciales nostalgias que no se esquivan con facilidad.

Quizás lo importante era reunirnos en la cumbre. Tras recobrar aliento, echar la foto de la comunión, agitar la bandera de turno y agradecer en lo más íntimo. Nadie ose catalogar, encuadrar, menos aún adoctrinar ese profundo, sincero y silente agradecimiento.