La conciencia es un destello de la pureza del estado primitivo del hombre. (Francis Bacon)

Nuestra época es tan interesante que, lamentablemente, desemboca en la tragedia. Decía Henry Miller que confusión es una palabra que hemos inventado para un orden que no se entiende. Nuevos Jinetes del Apocalipsis llegan con acciones más destructivas, en un mundo desconcertado y con arsenales de armas más sofisticadas. Se está viviendo un cambio radical en las relaciones internacionales, que supone un nuevo reto para la paz mundial. La desorientación es uno de los signos de la posmodernidad. El grupo terrorista Hamás vuelve a reavivar el fuego en Oriente Próximo, y la industria armamentística dispara su valor en Bolsa. Los intereses económicos, de un mundo que se oscurece, son inmunes a la fragilidad de los seres humanos, de sus temores y de sus vidas; la sangre nos muestra toda la oscura artillería del planeta, en un trance de transmutación hacia una inhumanidad que nos bulle dentro y que está llegando demasiado lejos. Hay en la política un sarcástico despecho, un movimiento entre la inhibición y la envidia que se aproxima al cainismo; Trump fue, en su mandato, un ejemplo evidente en la decadencia de los derechos humanos, que fueron atacados con su racismo, misoginia y xenofobia. Refugiados en el cómodo rincón del individualismo, dejamos que este tipo de política se infiltre en las democracias, de modo osmótico, generando el cieno de las inquinas y las frustraciones, a las que son impermeables los gobiernos en los que penetran ideologías redentoras. Entre el tsunami tecnológico y los rebuznos digitales, va creciendo una masa cuyos individuos actúan de repetidores humanos, sumergidos en llamadas, mensajes y correos que neutralizan el tiempo preciso para generar un criterio personal. El anonimato y la masa son pruebas rotundas para medir la talla moral de cada individuo. Nos decía Sócrates que la mejor manera de vivir con honor en este mundo es ser lo que aparentamos. Con su muerte comenzó la decadencia de los griegos; hoy tenemos muchas muertes socráticas que van mutilando a los hombres que luchan con palabras contra la balas. Entre opresores y oprimidos reina un triste silencio que desdibuja los valores de sinceridad, libertad y justicia. Hay que obviar a los demiurgos de la política y dejar de caminar entre dos abismos, que son la frivolidad y la manipulación ideológica, de lo contrario la paz mundial estará en perpetuo riesgo. Si miramos con humanidad, vemos y respiramos los desmayados esfuerzos de millones de seres cuyas vidas son pura supervivencia, ante la insoportable gravidez del mundo que los oprime. Es frecuente tener limpia la conciencia cuando no se usa. La conciencia ha de hacer que nos acusemos a nosotros mismos, intentando dejar a nuestra descendencia un sentido ético de nuestra breve presencia en el planeta. Dos grandes vampiros, demagogia y populismo autoritario, nos sobrevuelan sin que logremos clavarles la estaca, a los que hay que oponer resistencia por la amenaza de sus políticas abusivas y manipuladoras. La conciencia moral universal no logra salir de su letargo para comprender que caminamos hacia un orbe inhabitable, por obra del torpe deterioro causado por el hombre. Reina una mansa confusión en un mundo anonadado en el que el rico va siendo más rico y el pobre más pobre. Inconsistencia, culpa, pretensión y complacencia crean máscaras sociales. Hablamos de la hipocresía, de la que Marguerite Yourcenar opinaba que la mayoría piensa demasiado poco para permitirse el lujo de poder pensar doble; la tendencia de los tiempos conduce, más bien, a la inconsciente alienación de las sociedades. Cuando hay poco que decir, pensar y sentir, volvemos a esa primigenia ignorancia que somos en esencia, a ese mundo infantil y fabuloso de no saber nada, en el que se apoyan los censores de las libertades. En la antigua Grecia, los doce dioses inmortales del Olimpo configuraban una religión politeísta; poseían apariencia humana y eran portadores de virtudes y defectos. Pederastia, maltrato, violencia de género, tráfico humano y asesinatos, nos hacen volver la mirada hacia la temible ira de aquellos dioses griegos. Actualmente, en nuestra cultura occidental, vivimos con un Dios eternamente mudo, en sociedades con seres cada día más remotos víctimas de un implacable avance tecnológico que enfría el calor humano, en la desenfrenada carrera hacia un aumento del nivel de vida que se está traduciendo en un alto grado de prostitución de la naturaleza. Si en la antigua Grecia los hombres temían a sus dioses, hoy, en la religión católica, a quienes aún no nadan en el agnosticismo, les basta con un cómodo confesionario para volver a sus tropelías, una y otra vez, sabiendo que quedarán purificados para retornar a la meta de salida, en la que pocos se resetean buscando aquellos principios que tuvieron de jóvenes, cuando querían librar al mundo de la injusticia, soñando con una sociedad ecologista y solidaria. Pedimos perdón a un Dios que nos llenó de pasiones, de sentimientos y de libre albedrío; un Dios que permite la muerte por hambre y enfermedades de millones de niños, la depravación sexual de muchos hombres con las mujeres y los menores, la basura moral del fanatismo religioso, que la propia Iglesia ha perpetrado a lo largo de su historia, y las guerras que traen tanto dolor destruyendo la belleza de la vida. Pidamos perdón a quienes hayamos dañado u ofendido y seamos más altruistas comprendiendo la angustia ajena, sabiendo que podría ser la nuestra. La náusea de la maldad está perdiendo el consuelo de las deidades; vivimos un carpe diem desesperado huyendo de los estragos de lo vivido y de nuestro monólogo interior. El mundo no sanará si no se aparta de la adoración del poder y la riqueza, que impiden ver la realidad de la condición humana. La Iglesia también confía en el oro, con la coartada del símbolo de pureza; a lo largo de los años, tras los primeros siglos del cristianismo, lo ha incorporado con pasmosa fluidez a sus pertenencias; desde cálices a patenas, crucifijos, mitras, báculos, custodias, anillos, ornamentos y retablos, hasta bañarlo todo en un río de oro que desemboca en ese mar de pureza vaticana. Se desmontan los argumentos bíblicos, y es ahora la ciencia la que, paradójicamente, intenta demostrar la existencia de Dios. Nos decía Borges que la teología es la rama más excelsa de la ciencia ficción, y tiene el poder de penetrar en los laberintos de la miseria humana.

La naturaleza, ajena a nuestros descalabros, sigue su curso. Llegan las lluvias, como todos los años, con el olor de la tierra mojada y el viento que reemplaza a las brisas mansas barriendo las débiles hojas del otoño. Se acercan las fechas en las que el recuerdo de nuestros muertos se hace más presente. Todo nos invita a la humildad, sabiendo que la ceniza que seremos se incorporará de nuevo a la primavera y a la vida en su danza incandescente. Nuestra condición de seres mortales es nuestra única certeza. Las multitudes orantes que acuden a los cementerios nos devuelven la noción de humanos haciéndonos sentir que estamos cerca de los que nos dejaron tras su breve tránsito terrenal. Sabemos entendernos con nuestros muertos, pero es evidente que nos desconciertan los sinuosos senderos de la vida, tan llenos de esos cantos de sirena a los que vendemos nuestra moral. El alborear de una nueva ética sigue siendo una responsabilidad colectiva.