Un día de 1936 se produjo la rebelión militar, la traición más cobarde de la historia de España que se había ido gestando años antes, tras la fracasada Sanjurjada de agosto de 1932. Los militares rebeldes utilizaron contra el pueblo las mismas armas que el pueblo había puesto en sus manos para defenderlo, valiéndose además de toda una horda de mercenarios africanos que pagaron con un dinero que no era suyo. Y como no fue suficiente para vencer a un pueblo casi inerme, recabaron el apoyo militar de Alemania e Italia, las dos grandes potencias fascistas de Europa. Y así, el ejército sublevado ganó la guerra con la ayuda de los monárquicos que pretendían reponer a tiranuelo Alfonso XIII, el verdadero autor del golpe de Estado de Primo de Rivera, de la extrema derecha representada por los falangistas, de la organización paramilitar de los requetés y de la Iglesia católica que no ocultó su entusiasmo por una nueva cruzada, como así llamó al golpe de militar el vesánico y criminal general Mola. En consecuencia, bajo la dirección de militares golpistas, el totalitarismo, la deshonra y la incultura fascista se instauraron en España. Cruenta y vergonzosa victoria que dio lugar a casi cuarenta años de dictadura, una larga noche oscura y cerrada que fue superada finalmente por la llamada transición española, una salida de emergencia, aunque necesaria, que tuvo, no obstante, un alto precio, pues quedaron impunescrímenes de lesa humanidad.

Lo más terrible es que aún hay quien siente nostalgia de aquella época y pretende volver a ella. Me refiero a la extrema derecha que vive anclada en un lugar del pasado, donde no queda nada del presente ni se atisba futuro alguno. Y ahí están sus sucesivas y grotescas manifestaciones, con su costado de disparate extemporáneo que sigue soñando con la batalla del Ebro y el glorioso Alcázar de Toledo. Ultras que representan un pesado lastre para la democracia y cuya nefasta presencia es el resurgimiento de la España guerracivilista, polarizada, crispada y peligrosamente enfrentada. Y es que el retorno a la idea de las dos Españas, la España y la Anti-España, representa un peligroso despropósito, pues estas dos visiones opuestas del país llegaron otrora a un punto máximo de enfrentamiento que nos llevó a la incivil guerra, un conflicto cuyas consecuencias aún no están cerradas. En este sentido, no es casual el reciente apoyo de Abascal y Díaz Ayuso al extremista Javier Milei, que muestra la inquietante deriva de las derechas de este país. La democracia, sin embargo, no necesita ni de la infalibilidad pontificia ni de la clarividencia de las masas, y menos aún de este carnaval intransigente, representado por yugos, flechas, hoces, martillos, escapularios, rosarios o pulseras rojigualdas con el aguilucho, pues tras ellos no hay más que chovinismo e innecesarias provocaciones.

Pese a la Ley de Memoria Democrática, que sospechosamente tanto molesta a las derechas de este país, todavía quedan muchos asesinados en cunetas, además de las más de treinta mil víctimas enterradas en el valle de Cuelgamuros, la mayor fosa común de España, donde hay restos de víctimas de ambos bandos de la Guerra Civil y del franquismo. La inmoral insensibilidad de la derecha española produce decepción y una inquietud que lastima lo más profundo de la esencia de la democracia. Es obvio que no debía quedar ni el más mínimo vestigio de aquel tirano destemplado y bajito que impregnó el país con la sangre de cientos de miles de españoles. Desgraciadamente, aún quedan políticos nostálgicos que obstinadamente se empeñan en recordarnos aquella España de españoles sojuzgados que impulsó el exterminio físico del adversario político y suprimió todo tipo de libertades, aun sabiendo que atentan contra los valores de una sociedad democrática y contra el espíritu del vigente orden constitucional. Hace cuatro años, en el mes de octubre, pese a la resistencia de la familia del dictador, de la extrema derecha y de los guardianes benedictinos, se procedió a la exhumación del sanguinario cirujano de hierro, año histórico en el que la justicia, la verdad y la reparación de las víctimas del franquismo prevaleció y debe hoy imponerse sobre el odio. Es posible que nuestra alma sea rehén de muchas cosas, pero en ningún caso de un pasado ominoso que nos retrotrae a un fanatismo cruel. Hay que poner todo el empeño contra eso, pues es hora de cerrar definitivamente las heridas de aquella barbarie.

El autor es médico-psiquiatra-psicoanalista