El reciente informe sobre los abusos y agresiones sexuales del clero expuesto por el Defensor del Pueblo, señor Gabilondo, ha sacado a la luz un grave problema que la Iglesia católica ha tratado de ocultar. Los señores obispos siempre han sido conocedores de la existencia, quizá no de todos, pero sí de muchos de ellos. Y deben reconocer que han errado en la estrategia. Optaron por encubrir los casos que iban conociendo pensando que su público abordaje supondría un desprestigio y baldón irreparables para la institución, cuando en realidad es la ocultación ante los tribunales y la sociedad lo que provoca su desautorización en toda regla. Así que procedieron a trasladar de parroquia o diócesis a los implicados y a jubilarlos sin adscripción parroquial alguna cuando por edad correspondía.

El informe entregado por el periódico El País al Papa en diciembre de 2021 significó un punto de inflexión informativa ante la poca disposición de los prelados a colaborar en la investigación y difusión de los casos. Ante estas circunstancias, que afectan a todo el orbe católico, el papa Francisco creo que ha sido claro y contundente en el deseo de clarificación de los hechos y reparación de las víctimas. En algunos países como Irlanda la Iglesia, además de pedir perdón, ha vendido propiedades para indemnizar a las víctimas. No parece que esta haya sido la actitud del Episcopado español.

El reciente informe, elaborado de modo impecable con la metodología propia de las ciencias sociales, arroja cifras por encima de la de otros países como Francia, donde se calcula unas trescientas mil víctimas. Hay que decir además que, por diversos motivos como la timidez o la propia vergüenza, no todas las víctimas han cursado denuncias. Ante el informe, miembros de la Conferencia Episcopal española, con los cardenales Omella y Osoro a la cabeza, vuelven a equivocarse. En vez de colaborar y acudir a los tribunales con el fin de depurar responsabilidades, cuestionan el informe y tratan de desacreditarlo hablando de mentiras y de intenciones engañosas. Parece ser que incluso algún mitrado se ha permitido el lujo de abroncar al Defensor del Pueblo en un claro ejercicio de abuso de poder. Mal camino para reconocer a las víctimas, indemnizarlas, pedir perdón y hacer propósito de la enmienda.

Tenemos que recordar, una vez más, que, aunque no vivimos en un país laico, sí estamos ante un Estado que se declara constitucionalmente aconfesional. Y esto significa que todas las personas, sean de las creencias religiosas que quieran o de las ideologías más diversas, están sujetas a las leyes legítimamente emanadas del Parlamento y, en consecuencia, sujetas al imperio de la Ley y a los fallos de los tribunales civiles. No hay vuelta de hoja, y cuanto más se tarde en tomar esta senda, mayor será el deterioro de la credibilidad institucional. Y esto implica no solo a los sacerdotes, sino a los obispos que han tratado de ocultar tan vergonzosa situación. Situación que, dicho sea de paso, no es exclusiva del clero y que se ha dado también dentro de numerosas familias, muchas de ellas católicas.

Tampoco es solución parapetarse tras la jerigonza eclesiástica o recurrir a los artificios oratorios en los que nuestros prelados son auténticos expertos. Hay que reconocer la desnuda verdad y no tratar de vestirla o disfrazarla con sagrados ornamentos. Las víctimas bien merecen un reconocimiento sincero y una honrosa reparación. La Iglesia tiene haberes como para salir airosa del trance sin el vergonzante e inmoral recurso de sablear el bolsillo de los contribuyentes. Bastaría pensar en los bienes inmatriculados desde los tiempos del presidente Aznar. Por cierto, inscripciones de dudosa legalidad, como han demostrado diversos fallos judiciales, y, desde luego, sin ninguna duda, contrarios al espíritu de la Buena Noticia predicada por Jesús de Nazaret, en la que proponía el desprendimiento de las cosas materiales y la búsqueda del reinado de Dios y su justicia (un mundo sin verdugos ni víctimas, sin opresores y oprimidos, hablando en román paladino).

Corren tiempos sinodales en los que le toca a la Iglesia hacer autocrítica, esa actividad que, salvo honrosas contribuciones individuales y los meritorios intentos del Concilio Vaticano II, ha estado prácticamente ausente desde los tiempos anteriores a los emperadores Constantino y Teodosio (siglo IV), en los que se reconoció al cristianismo como religión oficial del Imperio. Solamente el reconocimiento de los errores y su corrección pueden llevar a recuperar una cierta autoridad moral. Es una lástima que casi todo el Episcopado español y gran parte del clero menor de cincuenta años no aprovechen en su labor apostólica el talante evangélico y sinérgico del pontificado de Francisco, un papa que ha proyectado un rayo de luz esperanzada en medio de tanto obscurantismo.

Quizá sea ésta la última oportunidad de corregir el rumbo de una nave que parece recorrer la trayectoria del Titanic y bien merecería aprovecharla.

*El autor es cristiano de a pie y creyente problemático