Hace años publiqué mi primer libro en Euskadi titulado La Mujer Vasca. Era mi homenaje a las mujeres de mi pueblo, en un texto compuesto en forma de entrevistas. Buceando en la historia encontré y rescaté en el pasado mujeres aventureras, guerreras, poetisas y reinas, que de todo había, y en aquel presente en que muerto Franco comenzaba una laboriosa etapa democrática en el Estado español, recurrí a la entrevista personal de mujeres que hicieron historia de libertad. No pude llegar a todas, aún lo lamento, y las fui determinando en áreas como la política, la fortaleza y el exilio.

En mi labor, con ribetes de estilo periodístico, conocí a mujeres que daban testimonio admirable: Delia Lauroba, integrante de la red Araba, la excelente Concha Azaola, la emocionante Elvira Ariztizabal, entre otras, y me reprimí el besarles las manos en gesto de veneración y gratitud por su entrega ejemplar a la causa de Euskadi. Mantuvieron silencio de sus obras pues no esperaron reconocimiento. Y fueron vejadas, padecieron cárcel, perdieron seres amados pero continuaron en la brecha. Creyeron que su país merecía trabajo y dedicación. No solo en el momento de una guerra, sino a lo largo de una dictadura, y resultaron constantes y determinadas. Mujeres de un poderío que ningún dictador o régimen pudo abatir. O domar.

No fue sorpresa para mí. Mujeres como ellas habitaron ese universo que conforma el exilio. Habían palpado desvalimiento, necesidad económica extrema, pero mantenían la inquebrantable decisión de rehacer un hogar basko allí donde lo determinara el viaje peligroso emprendido junto a sus hombres. Mi ama es mi primera referencia, pero como ella estaban las demás mujeres que colmaban las eusko etxeak. Al memorizarlas, las recuerdo sonrientes y emprendedoras en sus ámbitos. Tal como si fueran batzokis, que en eso habían laborado y fue casi inédito a nivel europeo. Organizaron la enseñanza del euskera, las danzas, las diversas actividades que se daban en los centros. Para mí la Zuletina tiene rostro de mujer, pues ellas enseñaban los pasos básicos a los pequeños, y también la ikastolas, la de Euskadi Venezuela, que vi nacer. Y de forma clandestina las que iban organizando en el territorio machacado por la dictadura franquista, en esa Euskadi interior por la que todos/as suspiraban regresar, verla libre y en paz.

La fortaleza de la mujer, media parte de la población, enriquece a la comunidad en su conjunto, pues revitaliza las demandas culturales, políticas y sociales, apura las exigencias de conducta equitativa, exige la dirección hacia un futuro que a mas de la maternidad digna, esté conformado por la profesionalidad. Fueron ellas, y con la acepción de sus hombres, que aquella primera generación de niñas que llegó a Venezuela, años 40, sin terminar la guerra mundial, no solo cursaron bachillerato, sino que ingresaron en la universidad. Fue ama la que me indicó de la carrera de Biblioteconomía y Archivos de la Universidad Central, y me acompañó a inscribirme, aunque dejó que aita me escoltara hasta el aula en aquel inolvidable primer día de mi cátedra universitaria. El exilio, pese a su pobreza acuciante, otorgaba una enseñanza superior que nos era negada en el país, recordaban orgullosos/as de los logros universitarios de sus hijos/as que, sin tener país, al menos tenían profesión.

Educando a la mujer se la conduce, es un ser humano y es atributo de sus derechos fundamentales, por las veredas de un camino del bienestar económico e intelectual. De una ruta voluntaria a cuyo fin se pueda llegar hasta donde sea posible pues las herramientas están en sus manos. Así resultaba en aquel mundo del exilio de la Venezuela de mi juventud, que conoció años admirables de desarrollo democrático. No se nos limitaba la vida a vivir pisando tierra, se la ampliaba hasta llegar a las estrellas.

La vieja generación, pocas consiguieron ser maestras, modistas notables, profesoras de piano... pero quisieron más para sus hijas y lo lograron con el sacrificio personal de la administración de los escasos recursos que manejaban. A veces hablaban de abuelas emprendedoras, capaces en medio de las muchas guerras que padeció el país y alcanzaban siglo y medio. Que el exilio del 36 era uno más de cuantos habían compartido con sus hombres, que comulgaban con ellos del derecho que nos asistía a los baskos, como a los demás pueblos del mundo, a mantener lengua, usos y costumbres propios. Y en nuestro caso, leyes admirables que dictaban tácitamente la igualdad entre sexos, de tenencia de propiedades y negocios, establecido, entre otros, en el Fuero de Lizarra a principios del milenio.

Somos un pueblo con una digna historia igualitaria, pero nos ha costado contarla. Hora y tiempo toca de exhibir la dignidad que nos configura y nos ha alejado del terrible diagnóstico de la mujer la pata quebrada y en casa. En Una carta a la mujer vasca de Vicente Amezaga, prólogo a mi viejo libro, hace mención del asombro de Estrabon por la forma igualitaria que los baskones, rudos hombres del bosque, trataban a sus mujeres, y nos traslada los versos del gran poeta Tirso de Molina (Gabriel Tellez, S. XVII) a quien curiosamente se le atribuye el mito de Don Juan, en relación a las mujeres baskas… que, aunque diversas en sexo y nombre, en guerra y paz iguala a los hombres.

La autora es bibliotecaria y escritora