Feliz el pueblo cuya historia se lee con aburrimiento. (Montesquieu)

Se ha instrumentalizado y domesticado a la opinión pública española, disipando el hecho evidente del letargo y degeneración de la democracia participativa (expresión convertida en un pleonasmo), en la que somos actores de segunda o extras necesarios para escenificarla, fingiendo la participación real de los ciudadanos, de los cuales una minoría controla a la sociedad y asegura su dominio. Ha dejado de venderse bien la idea de un Estado en el que, tan solo teóricamente, son los ciudadanos los titulares del poder político. Como añadidura, cuando la voluntad del pueblo está viciada, se produce la incapacidad de autogobierno y la democracia degenera en oclocracia, término acuñado en la antigua Grecia por Polibio, que es el dominio irracional de una masa desinformada y manipulada que, bajo un erróneo concepto de libertad, termina deteriorando el avance social y padeciendo las consecuencias de sus actuaciones en el transcurrir de la Historia, dejando de aunar justicia y compasión en su delicado equilibrio.

En la vida política de España campan a sus anchas seres de dudosa valía, que se mantienen en el ejercicio de las funciones del Gobierno a través de los túneles que la política, de una picaresca española actualizada, logra excavar sin que la ciudadanía se percate con total consciencia de estos juegos maniqueos que empiezan a ser el argumento adulto de Los juegos del hambre. Nadie sabe hacia qué infierno o paraíso nos estamos dirigiendo, en un mundo que se entrega a vivir girando en la prehistoria que el impulso del cerebro humano se empecina en repetir. Nuestros antepasados, durante siglos, tuvieron temor a las cosas que ignoraban; en nuestro tiempo se siente temor ante las cosas que conocemos. Leer, reflexionar y pensar son armas en desuso cuya carencia promueve un nuevo analfabetismo que bloquea el sentido de la responsabilidad y crea círculos viciosos; al hombre le basta un poco de miedo para dejarse dirigir por las élites del poder. Todo se actualiza, y el Olimpo de los dioses que controlaban los males se encuentra ahora en lugares como el Pentágono y, en nuestro caso, la Moncloa. La indefensión que generaba el despotismo la encontramos hoy en la incompetencia de políticos, supuestamente demócratas, que discutiblemente hemos elegido con nuestros votos, los cuales se intercambian como cromos a la salida del colegio. El viento de la pasión social y política bate con dureza los sueños de la sociedad, dejando ver las fisuras de la democracia y sus heridas, que no sanarán mientras se soslayen los valores de una conciencia universalista propios de sociedades fecundas que saben desterrar odios y rencores.

Estamos frente a la transformación de las corrientes filosóficas en un rotundo pragmatismo; hemos dejado de soñar con esos mensajes que navegaban en botellas y que alguien se los bebió, hace ya tiempo, en el sediento mar de la política. La Historia nos enseña cómo quien ha querido dominar ha mostrado siempre su sordera. Vivimos la intimidación de la política, en pleno confusionismo, como sistema eficaz de persuasión social, sin primacía de valores supremos y cayendo en la mezquindad, anulando la limpidez y la armonía. Se ha desbaratado el vínculo con la realidad del ciudadano, mientras la fuerza de la gravedad burocrática sigue siendo opresiva. Nos hallamos ante una realidad en la que impenetrables marañas dificultan a la sociedad la luz necesaria para ver con claridad el desarrollo de coacciones y de graduales chantajes de una esgrima gubernamental cuyas normas las marca una impúdica y ebria sensación de poder. Se nos muestran supuestas verdades con un fanatismo que se arroga el derecho de imponerlas a la sociedad, poniendo en marcha la abolición del respeto al criterio individual y haciendo una maniquea clasificación de los ciudadanos. Nuestro presidente, ese Papa laico de los españoles, parece decidido a perpetuar su mandato, como garantía de futuro y progreso, atreviéndose a pasear por las orillas más peligrosas de la política, propiciando arriesgados resbalones que tienden a cambiar la realidad por la irrealidad, con el riesgo implícito de acabar chamuscado en el fuego del poder. Entre tanto, las apelaciones de Vox al Siglo de Oro, el prolongado vacío innovador de un PP que espera su turno sin saber ilusionar al ciudadano y la decadencia de un socialismo muy apartado de sus principios fundacionales, están entregando nuestro destino a la ruleta de la suerte, olvidando que la integridad es el cimiento preciso para consolidar valores. De nuevo el tiempo y el espacio se están constriñendo en un punto que es el núcleo del vacío y la impotencia de poner el pensamiento en acción, sabiendo y comprobando que se entiende uno mejor con el gato en la cocina, mientras tomamos café, que con una democracia cuyo oxígeno tiene signos de contaminación aportados por los fugitivos de la decencia, esclavos de su situación social y de su hemofilia moral, que practican el surrealismo de la verdad en ese barajeo de la gramática del que conservaremos viva memoria; entre tanto, la política sorda no logra encontrar su otorrino, y su espectacularidad está teniendo más vigencia que la realidad de la vida nacional en sus coordenadas económicas y sociales. Cuando el ciudadano ve meter la mano a los políticos en las arcas del Estado, despilfarrando el presupuesto público, cae en el error de inocularse el virus de la corrupción, creyendo tener coartada moral ante una política que nos ensucia. Precisamos políticos vivideros, que no vividores, capaces de ver en su oficio el objetivo único de mejorar y dignificar la vida social. Que el cerebro humano está a medio cocer lo demuestra el hecho de que, al parecer, necesitamos errores clamorosos para mantenernos despiertos; en fútbol, los errores arbitrales encienden la pasión y el fuego de las gradas, dando paso a vehementes conversaciones en las barras de los bares, obviando encender otras luminosas hogueras que, bajo el influjo de la varita mágica del poder, permanecen en un letargo de viejos rescoldos, mostrando el grado de hibernación del pensamiento crítico. La indiferencia de la sociedad tiene efecto retroactivo, borrando el interés que mostramos en el pasado por cuestiones de peso para el interés público. Llevamos demasiado tiempo intentando mejorar la paz de la Tierra, para acabar viendo que sigue siendo una paz tan utópica como insegura en la que el hombre no sabe nada de sí y vuelve a depender de sus equivocaciones sin lograr encender una nueva humanidad, asumiendo que, pese a todo avance tecnológico, nuestra decadencia nos devuelva nuevamente al mundo del mono. Las guerras siguen renovando los cadáveres como un bucle cruel del destino y, en nuestro acomodo, dejamos que estos hechos se disipen en la tinta gris de los periódicos.

Salimos al encuentro con la vida, según nuestra fortuna, en un lugar del universo donde nos vemos obligados a danzar al son del látigo o al son de los blues. Venimos de una oscuridad infinita y, tras nuestra breve danza, volvemos a ella sin haber sabido exprimir el tiempo de luz que se nos brinda. Nuestra obligación moral es intentar que merezca la pena haber visitado este planeta, procurando no deteriorarlo más de lo que está, consiguiendo llenar de paz nuestro reloj de arena, sin que la lucha por el pan nuestro de cada día nos borre la sonrisa.