El pasado 1 de febrero, y después de tres años de pocas lluvias, la Generalitat de Catalunya declaró la emergencia por sequía, “la más dura y profunda que ha sufrido este país desde que hay datos, desde hace 110 años”, según afirmó el presidente de la Generalitat, Pere Aragonés. Las restricciones afectarán a casi toda la población del territorio –a 5,9 millones de personas de los 7,5 millones de población, el 79%– en distintos grados y se han aprobado cuando las reservas de agua disponibles están al 16%. 

El presidente Aragonès ha insistido en fomentar el uso de las desaladoras, en modernizar las redes y en buscar pozos, y estos días se habla de transportar agua en barcos a Barcelona desde la desalinizadora de Sagunto. Pero, cabe preguntarse, ¿con estas medidas e incluso con algunos trasvases como se está hablando, pero manteniendo el actual modelo de desarrollo, entre ellos, el agrícola y ganadero intensivo e industrializado, se puede suministrar agua a todos los sectores, como si fuera infinita? ¿No habría que cambiar el paradigma actual de la gestión del agua y apostar decididamente por una reducción progresiva empezando por los sectores que más consumen asegurando los dos usos prioritarios que son el consumo de boca y el mantenimiento del caudal ecológico de los ríos? ¿No habría que hablar de decrecer en el consumo de agua, de soberanía alimentaria e hídrica, y de olvidarse de modelos que por encima de todo persiguen la máxima productividad pero acabando con los recursos más indispensables para la vida como es el agua?

En el fondo, lo que está pasando en Cataluña y también en otras comunidades es que el agua que tenemos es el agua que cae menos de la que gastamos, y se lleva haciendo esto desde hace décadas. Además, se va acrecentando cada vez más, y la escasez de nieve este año está siendo histórica en el Pirineo y en las montañas de cuenca del Ebro. Los datos que se manejan es que las cumbres de Navarra, Huesca y Lleida acumulan entre la mitad y un tercio de las reservas nivales que han sido habituales en las dos últimas décadas.

Por otra parte, los efectos del cambio climático se acentúan con la ampliación de las épocas cálidas del año, con inviernos primaverales como el actual, primaveras veraniegas como las últimas, veranos que se extienden a octubre, y ello tiene repercusiones en la vegetación que consume más agua, se seca más el suelo en general, con más evapotranspiración.

Pero remontándonos a lo que han sido las políticas de gestión del agua en el Estado, cabe decir que han estado fundamentadas en las estrategias de oferta y la construcción de grandes obras hidráulicas subvencionadas con dinero público. La manera de planificar la gestión del agua se ha basado en la estimación de las demandas y a continuación diseñar las estrategias de oferta para satisfacerlas, sin tener en cuenta las afecciones generadas en el medio hídrico, que es, a todas luces, insostenible. Este objetivo de incrementar las disponibilidades del recurso, es absolutamente incompatible con la Directiva Marco del Agua (2000/60/CE), que establece como objetivo central de la planificación y de la gestión del agua la consecución del buen estado ecológico de los ecosistemas fluviales y de no deterioro.

Navarra no ha sido una excepción, y la “satisfacción de las demandas” se ha realizado y se realiza a través de la construcción de grandes infraestructuras hidráulicas que tienen un gran impacto social, ambiental y económico, pero que son apoyadas y demandadas por grupos con intereses económicos, y, que han contado con el beneplácito de los sucesivos Gobiernos forales. Todavía se mantienen en la actualidad con el recrecimiento del embalse de Yesa, cuya primera piedra fue colocada hace 22 años,  y que sigue adelante con las obras a pesar de que ya se han dicho muchas cosas, como que la presa se asienta sobre una falla; que su presupuesto ha pasado de 113 millones de euros por el que se adjudicó la obra a los 500 en 2023, estando la fecha prevista de entrega para 2027; que sus laderas son inestables y que esa inestabilidad es la causa principal del retraso de una obra que ha pasado por un baile incesante de fechas de finalización (2006, 2009, 2015, 2017, 2019, 2020, 2021, 2023, 2024 y ahora 2027); y que un eventual colapso provocaría una catástrofe que arrasaría la ribera del Aragón y del Ebro.

Tampoco parece decirles nada que no va a haber agua para llenar Yesa en la situación de emergencia climática en la que vivimos. Pronunciar cambio climático es decir menos disponibilidad de agua, y lo lógico sería aplicar el principio de precaución, por razones de seguridad y no poner en riesgo a miles y miles de personas que viven en la zona, y para no seguir despilfarrando más dinero público en unas obras que no tienen ningún sentido cuando no hay agua para llenar Yesa.

Es esta situación de cambio la que obliga a plantear una política diferente en la gestión del agua, en la que, a la luz de los datos oficiales, el regadío se lleva el 80% del agua en Navarra, cuando los planes hidrológicos prevén reducciones del 5% al 10% de los recursos hídricos para los próximos veinte años.

No se trata de eliminar la agricultura ni el regadío. Pero si queremos tener una agricultura que tenga presente y futuro, hay que garantizar el agua y sólo se garantiza con una superficie agrícola razonable, que pasa por abandonar los proyectos de nuevos regadíos, que hasta la fecha se han tragado, no sólo el agua, sino también la mayor parte de los recursos públicos para la agricultura y la ganadería, cuando ese dinero público y subvenciones hubieran venido muy bien para fomentar una agricultura y ganadería más sostenibles y adaptadas al cambio climático, apoyando también a las explotaciones familiares, la ganadería extensiva, la agricultura ecológica, los regadíos tradicionales y también, cómo no, mejorar los actuales regadíos.

El autor es experto en temas ambientales y Premio Nacional de Medio Ambiente