Deberíamos tratar de ser los padres de nuestro futuro en lugar de los descendientes de nuestro pasado. (Miguel de Unamuno)

Entre las doradas piedras de la Universidad de Salamanca sigue vagando la célebre cita decíamos ayer que siglos atrás se pronunció en sus aulas, recordándonos que ya no decimos nada porque todo se dice desde el tándem conformado por Sánchez, aspirante a estadista, y Puigdemont, ese De Gaulle catalán cuyos órdagos muestran conocer bien el juego del Gobierno, al que mantiene pendiente de sus movimientos, que son atendidos con interesada expectación mediante una cortesía helada rayana en la hostilidad. El expresidente de la Generalitat ha logrado poner en marcha una noria monotemática que mantiene copada la actualidad, confiriendo a su persona una relevancia de la que carece. Hay en el ambiente una conciencia de tiempo histórico en involución que se oscurece tras la Puerta de los Leones del Congreso. La política abstrusa que nos venden tiene su guion de arte y ensayo, pero los ciudadanos prefieren un guion más inteligible en el que el papel de los personajes quede meridianamente definido por valores y capacidades puestos al servicio de la nación, apartándose de la carnaza diaria de estúpidas digresiones propias del amarillismo y del reduccionismos simplista de “cosas de derechas” o “cosas de izquierdas”. Este segundo socialismo español, tan verecundo, es un auténtico bebedero de patos y, con las cenizas y la alegoría de un comunismo ignaro, reivindican cada día que la vida es de izquierdas, pero enseñan tanto la patita por debajo de la puerta que dejan ver su vocación de burgueses; hace ya tiempo que estos socialistas se apartaron de la pana, se fueron alejando de sus votantes y abrazaron la estética de Armani, admitiendo que la vida es burguesa por sí misma. Como ya se dijo, queremos a estos, pero que sean otros. Si rectificar es de sabios, hacerlo como nuestro presidente, con carácter de continuidad, es de frívolos. Aquí, en las Españas, los ministros del Gobierno, a los que se les ha puesto en la Moncloa su necesario marchamo, empiezan a perder serrín por las costuras. Al igual que los yanquis, el Gobierno ha aprendido a poner de segundos a los más obedientes, como criaturas de diseño a su imagen y semejanza, para ir alfombrando un camino en cuyo trayecto hay demasiados socavones. La sabiduría popular siente que Sánchez abandonó hace tiempo el discurso sincero y honesto, para buscar su triunfo en el romance de la mentira, haciendo uso de la frigidez moral, acompañado de ministros tipo robot parlante de imagen oficialista, televisiva y mediática; chamanes hacedores de lluvia con la que lavan las inquietudes sociales. La verdad pasa como ave audaz, a la que no nos da tiempo de reconocer, sin posarse ante la mirada de esta nación de nacionalismos en la que los deseos independentistas constituyen un erotismo político muy difícil de controlar para que no degeneren en pornografía política. Los hombres, en estos tiempos, hablan en falso y escriben en falso entre confusos sofismas sin contexto sólido, mientras el ciudadano tiene aterida la voz. La carencia de una sensible y buena rutina política aplicada a los problemas nacionales produce continuos ramalazos heterogéneos, episódicos y efímeros que no logran conformar una suma positiva para nuestro futuro. Los escaños han de ganarse por la constante práctica de la sabiduría en el ejercicio de la virtud y la ética, que empujan a un gobernante a ir siempre hacia adelante y junto al pueblo; solo en este pacto las naciones viven y progresa la inteligencia. Lo demás es estéril, alienante y oneroso; estamos en un momento peligroso en el que nuestro avance puede estar constituido por engañadores pasos de retroceso hacia las consignas residuales de la política, nutridas por las disonancias cognitivas de este siglo. El pestañeo nervioso de la hemeroteca contiene un lastre de errores e intereses políticos que se van depositando en la conciencia del país, dejando en sus ciudadanos una apática desesperanza; un encierro de las utopías que traía de la mano el socialismo cuando aún no había sido mancillado de modo tan burdo. La suerte del Gobierno es tener enfrente a una derecha tan pasiva que espera ver caer las brevas de la higuera por su propio peso y sin mediar esfuerzos, sabedores de que sus avances son fruto del silencio, más que de las palabras con las que suelen deteriorar la vertebración un proyecto político que ofrezca a los ciudadanos sólidos argumentos de progreso y libertad. Gobierno y oposición han incorporado a su veleta giratoria, con auténtico impudor, un nuevo aire de buenismo paralizante y cínico que genera evidentes dificultades para encontrar el norte. Aquí, en las Españas, cuando suenan los acordes de la patria, a diferencia de los norteamericanos, no mostramos cara de trance hipnótico poniendo la mano sobre el corazón con la vista perdida en las nubes. En medio de las crisis políticas y sociales que vivimos, a las que históricamente estamos acostumbrados a sobrellevar con estoicismo, nuestro rostro denota los problemas cotidianos que debe afrontar el ciudadano en su día a día, mientras se juega al exorcismo nacional o nacionalista. Hay un tedio mortal en este espacio petrificado de la política; un diorama en el que se superponen las mismas palabras, las mismas caras y los mismos gestos, con un presidente que va ofreciendo su alma, como un muestrario, dejando ver toda la gris epopeya vigente que se está desarrollando. Aquí, en las Españas, nos preocupan unas políticas educativas que precisan atención urgente, una sanidad pública claramente mejorable y una infraestructura laboral que no empuje a nuestros jóvenes al extranjero. Nada nuevo bajo el sol; estamos ante una realidad prosaica y mediocre que paraliza la batalla contra los molinos de viento, en estos tiempos en los que crece la idea de un Dios que se esconde todos los días en los agujeros negros del universo, mientras el mundo mantiene cruentas guerras y sigue realizando un viaje al fondo de la depravación humana. Son demasiadas las sonrisas de interés, de codicia o de sumisión, sonrisas que en el escenario político enseñan los colmillos que el adversario intuye que intentarán clavarse en su yugular. Sumidos como estamos en la soledad, en el desamparo de valores comunes y tradicionales, no nos sentimos protegidos por el respeto al hombre ni encontramos sombra placentera en el huerto electoral, quedándonos como alternativa la rebelión de los valores o el victimismo. Se da entre nuestros políticos un odio autóctono propio de la estirpe de Caín, impidiendo ver que la salvación de nuestra especie siempre ha dependido de convertir nuestra conciencia en nuestro eje de acero. La tentación más fuerte del hombre es la inercia que envuelve el espíritu en esa comodidad de pensar que con no haber dañado ya se ha hecho lo suficiente, pero nuestra condición humana nos exige implicarnos en un mundo que nos necesita para evolucionar en la paz y poder afirmar que somos seres civilizados. Hay realidades sociológicas que no están apuntadas en el memorial histórico, sino en el espíritu de un pueblo. El ser humano utiliza sus ideas como trincheras necesarias para defenderse de la vida; debemos atrevernos a pensar y a poner el pensamiento en acción. En esa caverna última del alma, el hombre sigue buscando al hombre con ilusión y esperanza porque, como escribió Dostoyevski, “vivir sin esperanza es dejar de vivir”.