Llevamos planteando repetidamente nuestra postura a favor del derribo del denominado monumento a los Caídos en Pamplona. Y ello por varias razones.

Primera, porque es un elemento nazifascista (carlista) contrario a la memoria democrática.

Segunda, porque es una afrenta inmisericorde al recuerdo de los más de 3.700 navarros asesinados en retaguardia, muchos de ellos todavía desaparecidos en cunetas y montes.

Tercera, porque su finalidad fue erigir un conjunto arquitectónico de memoria sectaria y enaltecedora del nacionalcatolicismo franquista.

Cuarta, porque su significado ha servido y sirve como elemento de negación y de borrado de la memoria de las víctimas y de sus familiares.

Quinta, porque es una recreación monumental a favor de una de las dos comunidades conformadas a través de la gestión de la memoria llevada a cabo por los golpistas de julio de 1936. La suya y la de sus muertos, homenajeados públicamente por las autoridades durante décadas, mediante las esquelas, necrológicas, monumentos a los mártires y rituales funerarios.

El monumento consagra la eliminación de la comunidad de los castigados, de los asesinados y represaliados en la salvaje limpieza política de 1936-1937 y sus familiares.

Tantas décadas después, el monumento a los Caídos perpetúa la existencia de esas dos comunidades y los defensores de su mantenimiento a ultranza eternizan el ninguneo inhumano e insensible de las víctimas.

El establecimiento de la comunidad de los homenajeados ha sido un eje básico del régimen franquista, significando a aquellos como piedra basal de una identidad colectiva.

En Navarra, la Diputación impulsó varias iniciativas en relación con esa política de exaltación de los muertos propios, que conllevaba el paralelo olvido de los asesinados ajenos. Después de varios llamamientos tempranos, en noviembre de 1936, la Diputación agradeció a la Delegación en Navarra del Colegio Oficial de Arquitectos Vasco-Navarro su ofrecimiento de ayuda para la construcción de un monumento que perpetuara “la memoria de los heroicos voluntarios navarros muertos al servicio de la patria y de la civilización cristiana”. Finalmente, el proyecto se aprobaría en 1939, construyéndose, en la forma y condiciones como lo conocemos, a partir de 1942.

Ya en enero de 1937, la Diputación de Navarra tomó un primer acuerdo para la compilación de un fichero de combatientes que serviría originalmente para un “libro dedicado a los héroes navarros”, con el que finalmente se confeccionó el volumen Caídos por Dios y por España, publicado en Pamplona en 1951, una copia del cual se entregó a Franco.

Asimismo, el 26 de diciembre de 1939 se constituiría la Hermandad de Caballeros Voluntarios de la Cruz en Irache, entidad memorialista esencialmente requeté, bajo el manto protector de la Diputación y del Obispado, cuya finalidad consistía en “la conservación del genuino espíritu que lanzó a Navarra a tomar las armas en la Cruzada” y perpetuar el espíritu de la misma “para que no se olvide a los que murieron”. Esta entidad ha monopolizado durante décadas el uso del monumento de los Caídos y ha continuado hasta anteayer realizando sus actos de apología franquista durante todos los 19 de cada mes en la cripta del mismo con el visto bueno del obispo.

Como reverso del tratamiento honorífico ofrecido a los fallecidos del bando golpista, muestra del carácter despiadado e inclemente en relación con la comunidad de los castigados, el obispo Olaechea trató, tres años después de blanquear parcialmente su apología del carácter cruzadista del golpe el día de la macroprocesión de 23 de agosto de 1936, simultánea con la segunda mayor saca registrada en Navarra, con una circular en noviembre de 1939, en la que invitaba a los curas a que colaborasen con los familiares de los asesinados para el transporte de sus restos de las cunetas a los cementerios en una forma estrictamente religiosa y privada.

La pancarta que pide el derribo del Monumento a los Caídos, pegada en la puerta del Monumento a los Caídos. Unai Beroiz

Pero los propios familiares de los asesinados desconfiaban de la misma y de sus intenciones, pues podía ser inviable al estar afectada por consideraciones de higiene pública tratándose de cadáveres enterrados hacía dos o tres años, hacinados y sin féretros, casi a ras de tierra. Sin olvidar otras consideraciones de carácter político.

De hecho, unos meses después se valoró que “no pasan de treinta los traslados efectuados en toda Navarra”. Entre las dificultades, había que presentar una partida de defunción del Registro Civil junto con dos testigos que hubiesen visto el cadáver en el lugar indicado, así como “la dificultad de identificar los cadáveres, ya que son contados los que fueron fusilados y enterrados aisladamente”.

Obviamente, el boicot activo por parte del régimen y de sus colaboradores civiles en todas las esferas, obligó a los familiares a moverse dentro de la más rigurosa clandestinidad. En el movimiento de recuperación de restos de finales de los años setenta para obtener informaciones para localizar fosas comunes, se llegaron a proferir amenazas contra quienes trabajaron en ello. De hecho, la ejemplar solidaridad que se desarrolló a ambos márgenes de Ebro, asistiendo masivamente a los actos convocados, fue una forma muy efectiva de defensa frente al ambiente de intimidación de matones y colaboradores.

También hay que resaltar que a pesar del trabajo fundamental de las asociaciones y de las instituciones en los últimos lustros, todavía hoy siguen desaparecidos en las mismas cunetas los restos de varios cientos de asesinados, sin poder ser exhumados. Y ello es así porque durante décadas sus asesinos, matones, colaboradores y responsables de la matanza guardaron silencio. Ninguno de los responsables en cualquier grado, tan católicos, tuvo el menor atisbo de humanidad para haber facilitado informaciones acerca de la situación de las fosas. Ni una sola.

Imagen de exhumaciones en Berriozar. Archivo

Ante esa realidad velada y ocultada, duele enormemente que a la altura de 2024 quienes claman por el mantenimiento del edificio sean incapaces, como lo han sido siempre, de verbalizar la magnitud de aquella barbarie y de aquella negación simbolizadas por el monumento. Es sangrante que la derecha navarra, aferrada al principio de que lo que no se nombra no existe, persista en su tendencia a no referirse de forma explícita a la magnitud y al significado de lo sucedido en Navarra entre 1936 y 1945, algo que permitió a los golpistas disfrutar de las mieles del poder sin ninguna oposición durante décadas y que condicionó altamente la Transición. Y que hoy se limitan a la defensa numantina de la preservación tal cual de un edificio insultante para los demás, que sigue presidido por las mismas cruces nacionalcatólicas que bendijeron el golpe y las matanzas.

*Por: Fernando Mikelarena, José Ramón Urtasun, Pablo Ibáñez, Orreaga Oskotz, Carlos Martínez, Laura Pérez, Clemente Bernad, Carolina Martínez, Jesús Arbizu, Ángel Zoco, del Ateneo Basilio Lacort