Escribo estas líneas con algo de vergüenza, lo reconozco. La verdad es que no sé por dónde empezar. Lo que sí sé es que quiero hacerlo. Vamos allá.

Empezaré diciendo que quiero experimentar el amor. Así pues, lo mejor que puedo hacer en este día es darte las gracias, papá. Quiero darte las gracias por estar siempre ahí. Quiero darte las gracias por ser como eres. Gracias por haber dado la vida por mí. Hoy, por fin, soy capaz de valorarlo, agradecerlo y expresarlo.

Hubo un tiempo en el que no era capaz de hacerlo. Hubo un tiempo en el que te rechazaba. Lo confieso. Estaba en guerra con el mundo, y en esa guerra, tú eras el principal enemigo. Me revelaba contra la autoridad que tu figura suponía para mí. Ahora me viene a la mente esa frase de Jung que dice algo así como: “lo que rechazas, te persigue; lo que aceptas, te transforma”. Pues va a ser que sí. En efecto, confieso que a lo largo de mi vida, me dediqué sistemáticamente a rechazar aquello que no quería ver y que me causaba un profundo dolor. Lo habitual para mí era juzgar a los demás, culparles de mis problemas, mis miserias y mi sufrimiento. Y lo más fácil era echarte la culpa a ti. Por suerte, con el tiempo he podido perdonarme y perdonarte, papá. He podido aceptar que las cosas fueron como tenían que ser, y que tú y quienes te precedieron hicisteis lo que pudisteis de la mejor manera posible. Desde ese tomaros, desde ese tomarte tal y como eres, acepto y honro tu estirpe. Vuestra energía fluye a través de mí, y yo acepto y honro la vida tal y como es.

He necesitado 41 años de vida para atreverme a compartir todo esto. Lo hago a través de esta carta porque todavía no soy capaz de hacerlo a viva voz. Ahí vamos. Y la verdad es que, aún con cierta vergüenza, me siento liberado. Por suerte las cosas han cambiado y hoy veo la vida de otro modo. Hoy puedo ver que todo aquello tuvo sentido, y que todo pasó por algo y para algo. Si no hubiera vivido encerrado en una cueva, seguramente hoy no sería capaz de valorar lo que supone salir al mundo, respirar aire puro, ver la luz y liberarme de las cadenas que me ataban. Como digo, sigo teniendo vergüenza y miedo escénico. Aún me tiemblan las piernas cuando tengo que decirte que te amo. Sigo sintiendo que se me acelera el pulso y se me seca la garganta. No obstante, a día de hoy soy capaz de observar ese miedo. Soy capaz de verlo, sin reaccionar, sin salir corriendo. Así pues, ¡quiero que sepas que te amo, papá!

Elijo experimentar el amor. Por eso hoy puedo valorar todo lo que hiciste, papá. Puedo valorar y agradecer el enorme sacrificio que has hecho por tu familia. Buscar un empleo en la ciudad, dejar el pueblo, venirte con mamá a un nuevo entorno, saliendo de tu zona de confort y criando tu propia familia. Todo ello lo hiciste enfrentándote a tus miedos, confiando, en un tiempo en el que las cosas no eran fáciles para los de tu gremio. ¡Qué valiente! También hoy puedo valorar tu empeño en que recibiéramos una buena educación y en que tus hijos fuéramos hombres de bien. Hoy puedo valorar tu empeño en que fuéramos ordenados y disciplinados, en definitiva, miembros productivos de la sociedad. Hoy lo valoro y lo agradezco.

Quiero que sepas que también valoro y agradezco mucho tu origen rural. Valoro y agradezco que mamá y tú seáis de Aguilar. Valoro y agradezco mucho que nos hayáis transmitido esa conexión con las antiguas costumbres, ligadas a la tierra. En verdad puedo decir que la Sierra de Codés es un pequeño paraíso terrenal situado en el oeste de Navarra. A veces lo olvido. Así que os pido disculpas por ello.

Ya puestos, añadiré que me parece alucinante que tu casa familiar se haya convertido en el nuevo frontón del pueblo, papá. Pensar que el lugar exacto donde tú naciste es hoy un espacio de juego y disfrute me hace sentir muy feliz. Escribiendo estas líneas, me vienen numerosos recuerdos de aquella enorme casa: las cuadras en la planta baja donde habitaban los animales, las mil y una alcobas llenas de camas y ajuares, el huerto, el pajar, aquella antológica cocina, en la que una enorme marmita, colgada de una larguísima cadena que subía hasta lo alto de la chimenea, ofrecía su espacio para que la comida fuera hecha, literalmente, a fuego lento... Ahora mismo, me parece de película. Allí, en aquel lugar, fue donde mi abuela Asunción y mi abuelo Heriberto criaron a su numerosísima prole y crearon un hogar. Y de la misma manera, lo hicieron quienes les precedieron, y así sucesivamente, retrocediendo hasta remontarnos al momento de la construcción de la casa, varios siglos atrás. Me parece increíble que ese espacio va a convertirse en un lugar público, abierto al mundo. Ser consciente de que la gente que vaya a divertirse allí, lo hará en el mismo espacio donde mi familia paterna ha vivido a lo largo de generaciones y generaciones me emociona especialmente. Es como si la vida nos estuviera mostrando que efectivamente la vida es un juego y el único propósito es el de disfrutar. Sin duda, es el mejor final a esta película, la mejor manera de cerrar el círculo. El enorme escudo de la familia Maeztu, que antaño presidía la casa y ahora hace lo propio en la fachada del nuevo y flamante edificio, hace que me sienta especialmente orgulloso de mis orígenes.

Así que termino esta carta agradeciéndotelo todo, papá. Gracias por tu entrega, tu saber, tu amor, tu nobleza, tu belleza, tu generosidad y tu humildad. Gracias al destino, la vida, el karma, Dios... lo que sea que haya hecho que tú seas mi padre y yo tu hijo. Obviamente, sin ti, nada de esto hubiera sido posible. Así pues, con mucha emoción, te doy las gracias, papá. En verdad puedo decirte que eres el mejor padre del mundo, don Luis María Asensio Murguiondo. Muchas gracias por estar siempre a mi lado, dándome fuerza. La vida pasa a través de ti y de quienes te precedieron hasta llegar a mí. Así pues, en tu honor y en el de tus padres, la viviré plenamente. Con esplendor y gloria.

Gracias. Gracias. Gracias.