A cualquier analista político que conozca la realidad hispánica no debería sorprenderle que, en pleno siglo XXI, los pueblos y nacionalidades de la península no hayan llegado a un consenso para formar una unión política que satisfaga a todos. El problema de convivencia persiste, basta ver el pulso que siguen manteniendo las nacionalidades periféricas con ese poder central heredero directo del Reino de Castilla que ha impuesto su lengua, su cultura y sus leyes al resto de los antiguos reinos y naciones. Hoy estamos asistiendo al desafío de la nación catalana al Estado español. Hasta hace poco, eran los vascos los que desafiaban a ese mismo Estado. El problema no es nuevo, en el año 1640, Portugal y Cataluña se independizan de la monarquía hispánica con resultados dispares: la República Catalana fue proclamada el 16 de enero de 1641 por la Junta General de Brazos de Cataluña y quedó bajo la protección de Francia durante doce años, hasta que fue reconquistada por los castellanos en 1651, mientras que Portugal sigue independiente hasta el día de hoy. ¿Acaso Cataluña tiene menos derechos que Portugal para constituirse en Estado independiente? La realidad es que los portugueses son tan hispánicos como el resto de la población peninsular. Pero también deberíamos preguntarnos el motivo de por qué no hemos alcanzado una armoniosa unión política entre todos los pueblos y naciones que vivimos en la península. Si todos compartimos un espacio común, sería deseable que todos quisiéramos pertenecer a una misma entidad política.
Empecemos por admitir que la actual España tiene graves problemas de convivencia interna porque está compuesta por varias naciones insatisfechas con su posicionamiento dentro de ese Estado que no les reconoce sus derechos históricos. A los que sostienen que habría que prohibir los partidos nacionalistas porque buscan la desintegración del Estado, habría que contestarles que España, históricamente, ha sido una suma de diversos reinos y naciones, y que ese Estado centralizador castellano que tanto adoran, debería reconocer que no puede tener el monopolio del nombre de España, porque tan española es una Cataluña independiente como Castilla. O Portugal. Ya lo dijo el gran poeta lusitano Luis de Camoes: “Hablad de castellanos y de portugueses, porque españoles somos todos”. Habría que empezar a considerar que el término España no es sinónimo de Castilla ni puede reducirse a una sola nación. El nombre de España debería abarcar la totalidad de la península.
Hay que identificar el problema, y éste no es otro que la forma en que la hegemónica Castilla se ha adueñado de la mayor parte de la península para intentar formar una sola nación, la suya, que concibe a España con identidad exclusivamente castellana. Castilla comenzó a liderar el proyecto de unión de todas las naciones peninsulares, pero acabó no respetando a las demás nacionalidades. Los Reyes Católicos, Isabel I de Castilla y Fernando V de Aragón, en ningún momento adoptaron el título de reyes de España. Hablar de Carlos I, Felipe II o Felipe V como reyes de España es impropio porque no existía el reino de España, eran reyes de Castilla, de Aragón, de Navarra, etcétera. Pese a que siempre ha existido una conciencia de España, lo cierto es que han convivido durante siglos en la península varios reinos y hay que esperar al siglo XIX para asistir al nacimiento de la nación española como tal. Tanto la Corona de Aragón como la Corona de Castilla eran monarquías compuestas, integradas por distintos reinos, cuyo rey respectivo era, a la vez, el común de todos ellos. Tales reinos habían sido incorporados bien mediante uniones y sucesiones dinásticas, bien mediante conquistas, y conservaban sus institucionales particulares.
Pero en el siglo XVII estalló la guerra de Sucesión Española, una guerra civil entre los partidarios de los Austrias y los partidarios de los Borbones, un enfrentamiento entre los reinos de la Corona de Aragón (Aragón, Cataluña, Valencia y Baleares), que pretendían mantener una estructura confederal en la Península y por lo tanto se unieron al bando austriacista que la defendía, y el reino de Castilla, que en su mayoría era borbónica. Tras el triunfo de los Borbones, el revanchismo de los vencedores no se hizo esperar. Felipe V promulgó los llamados Decretos de Nueva Planta, en virtud de los cuales abolió de un plumazo todas las instituciones propias de la Corona de Aragón y los derechos tradicionales de catalanes, valencianos y aragoneses. Miles de ellos tendrían que elegir, poco después, entre soportar una sanguinaria represión (horca, descuartizamiento, cárcel, confiscación de bienes) o marchar hacia el exilio. Felipe V respetó los fueros e instituciones de Navarra y del País Vasco porque habían luchado en su bando.
Que el Consejo de Castilla fuese abolido en el año 1834 –y sustituido por el Ministerio de la Gobernación y por el Tribunal Supremo– prueba la pervivencia de un Estado plurinacional hasta mediados del siglo XIX. El Consejo de Castilla era una institución político-administrativa que extendía su actividad por toda Castilla. En Navarra existía el Consejo Real de Navarra, con sus funciones ejecutivas y de justicia, y fue abolido, junto al Reino de Navarra, en el año 1841. Por lo que puede concluirse que hasta mediados del siglo XIX coexistían las instituciones de dos reinos: Castilla y Navarra, y por tanto, España, jurídicamente, no existía. En 1833, Isabel II fue proclamada reina tanto por las Cortes de Castilla como por las Cortes de Navarra (Isabel I de Navarra). Tras su destitución en 1868, las Cortes eligieron en 1870 a Amadeo de Saboya como nuevo rey, siendo el primero en recibir esta denominación de rey de España.
No fue hasta mediados del siglo XIX cuando comenzó a utilizarse el término de nación española para designar la nueva realidad política. La nación española, como tal, solo tiene 183 años de vida, existe desde 1841: el año en que a Navarra le quitaron su condición de reino. En la última convocatoria de las Cortes de Navarra de 1829, en que se debatió la modificación de las aduanas del Ebro a los Pirineos, participó como síndico Ángel Sagaseta, que criticó el proceso abolicionista del Reino de Navarra puesto en marcha por el constitucionalismo español. En sus informes sostiene la legitimidad de las instituciones del Reino para cualquier modificación en las competencias y soberanía. Hasta ese año, Navarra fue un reino y su mera existencia impedía que hubiese una única nación española. Navarra ostenta un título legítimo (histórico, económico y social) para la secesión, tiene derecho a ser ella misma y a autogobernarse de acuerdo con su singularidad, como nacionalidad histórica que es, así que Navarra solo puede encajar como nación en un Estado plurinacional.
El autor es analista