La publicación de La náusea en 1938 y de El ser y la nada en 1943 deberían ser recordados como acontecimientos que modificaron sensiblemente el escenario intelectual y cultural de la época. Sartre, pese a ser considerado un filósofo peligroso e incómodo, mantiene su vigencia. No es necesario recordar el asesinato de millones de personas en Auschwitz y Mauthausen ni el desastre contabilizado en víctimas humanas ocasionado por las bombas atómicas arrojadas en Hiroshima y Nagasaki, pues el cruel atentado de Hamás y la respuesta asesina de Israel ponen de manifiesto una vez más la irracionalidad y el sinsentido de la existencia humana. Lacra que, alimentada por fanatismos religiosos o ideologías extremistas, responde casi de forma inevitable a la pulsión de muerte descrita por Freud. Absurdo que, como a Roquentin, protagonista de La náusea, nos produce arcadas.
Como apunta Sartre, las relaciones con el prójimo, rasgada condición humana, tienden a ser inevitablemente conflictivas. Y en este sentido, podría afirmarse que la violencia se ofrece lamentablemente como la actitud más radical y eficaz para la aniquilación definitiva del semejante, entendido como adversario. De ahí la afirmación del filósofo francés: “el infierno son los otros”, frase que refleja la situación de un mundo beligerante. Pierre Bourdieu contribuye a esta idea con su concepto de dominación que empieza por el lenguaje, utilizado como un instrumento de poder que coloniza nuestra mente y decide que cosas son por las que vale la pena luchar. Así, toda observación se realiza desde presupuestos que impurifican los hechos realmente observados, y quizá por ello la Organización de Naciones Unidas y la Unión Europea no han sabido o no se han atrevido a detener el genocidio palestino. Fracaso ético que ratifica el absurdo del mundo en el que vivimos.
El absurdo surge de la necesidad del ser humano de hallar sentido a la vida y del silencio irrazonable del mundo ante esta pretensión. Como dice Sartre, el ser humano es consciente de que está ahí, arrojado al mundo como dice Heidegger, sin sentido ni finalidad. Sabe que es una tentativa fracasada que intenta superar el estado de pura facticidad, contingencia y perfecta gratuidad en la que inevitablemente se encuentra. Y en consecuencia está impulsado necesariamente a obrar, a desarrollar una actividad incesante, tendente a construirse a sí mismo en cada momento. Es un ser que se lanza libremente hacia un porvenir, frente a un coeficiente de adversidad, solo y sin excusas, con total responsabilidad de lo que hace y sin la posibilidad de disponer de normas en un cielo inteligible ni directrices en sí ni fuera de sí a las que aferrarse. Sin apoyo alguno ni socorro posible, está condenado libremente a inventarse a cada instante. Arrojado así al mundo, advierte Sartre, el ser humano tropieza con las cosas, realidades inertes que se dejan manejar como meros objetos útiles para su vida, por lo que no son fuente de angustia. Sin embargo, la tranquilidad se detiene abruptamente cuando irrumpe el prójimo, una nueva realidad irreductible, como dice Emmanuel Lévinas, que no se deja someter. Y en la medida en que el ser humano trasciende, mediante su conciencia, hacia el Otro, inmediatamente intuye que es un semejante. Esto es, su congénere es percibido como un ser libre, de tal suerte que su libertad se enfrenta a su propia libertad, que puede obstaculizar o impedir el desarrollo de su proyecto existencial. El Otro, entonces, se torna amenazador, ya que puede significar amenaza, peligro o competencia, un límite, algo indigesto, un obstáculo de peligrosa densidad que puede acabar en una relación de franca agresividad. De ahí que mientras uno procura someter al prójimo, éste, a su vez, procura esclavizarle. Esta advertencia sartriana, extendida al ámbito social y territorial, explica las repetidas barbaridades acontecidas en la historia. Ahora bien, asumido este absurdo existencial, como propone Albert Camus, Sartre añade que si bien estamos condenados a ser libres y enfrentados al prójimo, esa misma libertad nos hace responsables no solo de nosotros mismos, sino también de los demás, lo que nos lleva a lo que Lévinas llama ética heterónoma, que surge de la presencia irreductible del semejante que clama reconocimiento y respeto.
Mientras las matanzas se multiplican, los políticos, presos de la duda hamletiana y rehenes de una histriónica polarización, andan por aquí y por allá, por el mundo y por la televisión, hirviendo en comentarios sobre la inmigración en vez de preocuparse de nanas de la cebolla para los pobres, como Miguel Hernández. Y de la mano de sus mareantes trifulcas domésticas, llegan, suben y mandan hasta que son cesados y olvidados.
El autor es médico-psiquiatra