17 de noviembre. Día del prematuro
Aún recuerdas aquel día en el que salió de ti, de repente, una fuerte cascada, cuando no tocaba todavía.
Recuerdas llevarte, rápido, una mano a la tripa y otra al pecho para no olvidar respirar.
Recuerdas el viaje en coche con los ojos cerrados para no pensar.
La llegada a urgencias, el temblor de los labios y las piernas, las lágrimas que recorrían tus mejillas sin parar.
“Has roto la bolsa, tenemos que ingresarte”.
Recuerdas sentirte indefensa, eso no te lo había contado nadie, no te sentías preparada, tenía que ser una pesadilla... No entendías nada, aunque, en el fondo, supieras lo que iba a pasar.
Y recuerdas las largas horas de espera, el ruido de los monitores, las idas y venidas de matronas y enfermeras... la incertidumbre y el miedo que te invadían.
Recuerdas la medicación que te metían por la vía, los pinchazos para mil cosas que tú no entendías, los “tranquila” que no te tranquilizaban, los “va a ir bien” que tu cabeza no se creía. Recuerdas intentar sonreír con la mirada perdida.
Y recuerdas su mano temblorosa, sujetarte con fuerza la tuya... Tu fiel compañero de batalla de noche y de día...
Y entonces recuerdas que, de repente, al dolor que ya sentías, se le sumó aquel fuego, aquel oleaje, aquel terremoto interno que temías.
Recuerdas pulsar el botón rojo rápido, tu vista nublada, tu piel pálida, tu alma encogida. “Está aquí”.
Recuerdas entrar llorando en la sala de partos “no, por favor, todavía no”. Tu cuerpo empezó a empujar, aunque tu mente no quería.
“Empuja, lo estás haciendo muy bien”, te decían.
Pero tú no podías escuchar, solo sentías que tenías que sacar algo que querías seguir cuidando dentro.
Recuerdas la fuerza de aquel cuerpo, cansado, que pensabas que no tenía.
Y entonces...
“¿Quieres tocarle la cabeza?”.
Y recuerdas tocar su cabecita, su tacto húmedo en el medio segundo sobre tu piel.
Recuerdas prisas, voces, la incubadora, recuerdas su cuerpo diminuto, su carita escondida por el cpap y, sobre todo, recuerdas aquella separación que te rompió en dos cuando se llevaron a tu niño, a tu niña.
No recuerdas su llanto ni el abrazo que alargaría esa unión, ese calor con el que tanto habías soñado. Recuerdas dolor, dolor, dolor, “ devolvédmela, por favor”.
Y, a partir de ahí, recuerdas la entrada en neonatos, posar tu mano en el cristal de la incubadora, recuerdas verle a través de tus ojos empapados, sonreírle a través de la mascarilla. Recuerdas tocarle la manita y no sentirte capaz de soltarla nunca. Pero te dieron el alta y tuviste que salir del hospital, totalmente rota, sin él, sin ella. No hubo flores, ni pastas, ni visitas llenas de alegría. Te tenías que ir sin tu bebé y nadie sabe cómo te dolía. Recuerdas sentir la casa totalmente vacía.
Y, los días siguientes, recuerdas el sufrimiento con sacaleches, el silencio de las noches en las que, sin rendirte, luchabas para conseguir esos ml. que querías regalarle a tu niño, a tu niña. Los biberones, las mil pruebas, los mil pinchazos, el control de temperatura, el momento de pesarle que tanto temías. Su llanto que no podías consolar, el tuyo que no podías disimular. Las palabras de aliento de cada enfermera, las preguntas sin respuesta, el calendario sin fecha, el reloj que no corría. Recuerdas convertirte en canguro durante largas horas que nunca te parecían suficientes. Canguro, abrigo, refugio, hogar de tu pequeño, de
tu pequeña.
Y ahora, todavía te sorprendes cuando cierras los ojos y te atormentan aquellas imágenes que no consigues borrar. Aún se te corta la voz cuando hablas de ello. Aún te tocas la tripa sin entender qué hiciste mal, por qué no pudiste pararlo, por qué te tuvo que pasar, por qué no pudo ser normal. Aún te nubla la culpa, aún te ahoga la rabia y no puedes hacer nada más que respirar.
Pero entonces te sonríe y se te pasa. Le abrazas y te reconforta el calor de ese cuerpecito que va creciendo poquito a poquito. El olor de ese corazoncito que lucha, que late con fuerza y que tienes el privilegio de cuidar, las caricias de esas manitas que, aun pareciendo frágiles, se agarraron con firmeza a la vida y que tú sigues sin poder soltar.
Así que, querida, amatxo, mami, madre, mamá... deja de atormentarte porque ese pequeño guerrero, esa pequeña guerrera, tiene mucha, mucha, mucha, suerte de tenerte.