Desde hace algún tiempo, estoy convencido de que el quid primario de la vida política actual –que es también un quid ético– es el servilismo que la política sufre por parte de la economía –hoy especialmente en su versión financiera–.
Desde los orígenes de la polis, se afirmaba que la política era la actividad príncipe y arquitectónica entre todas las actividades humanas, porque tenía como fin el bien común de la persona –es decir, el individuo humano relacionado– y lo realizaba colocando todos los elementos constructivos individuales en un orden jerárquico –como hace el arquitecto con las distintas partes estructurales–. Esto ya no es así. De hecho, vemos cada día la impotencia de la política para gobernar las situaciones y asistimos a un desplazamiento del poder de la política a la economía, que impone con prepotencia sus leyes, que en cambio deberían estar supeditadas a la política. ¿Cómo ha podido producirse este vuelco?
Habría que hacer un largo análisis histórico. Aquí me limito a señalar alguna línea maestra del proceso. Tras la Segunda Guerra Mundial, buena parte de la Europa más occidental abrazó con razón la opción de la libertad, pero con ella tuvieron que aceptar también la línea liberalista –menos justa–, que confiaba la realización del bien común al principio económico de la libertad de mercado: una línea que sigue prevaleciendo hoy y que se hizo única tras la caída del imperio estatal comunista. Esto ha producido una gran riqueza que se ha extendido al pueblo, a la sociedad. Sin embargo, se extendió de forma desigual, concentrándose más en unas pocas manos, a veces merecedoras, pero la mayoría de las veces favorecidas por las condiciones de partida o la falta de escrúpulos. Los políticos hicieron poco o nada para distribuir mejor esa riqueza, y se contentaron con el consenso que se derivaba del hecho de que esa riqueza también había dejado caer sus migajas sobre los muchos, que participaron en ella y mejoraron su suerte.
Así se alcanzó un bienestar material generalizado que reforzó el poder de la economía para el bien común, que se entendía cada vez más como la posesión cuantitativa de bienes materiales. Y si la política intentaba establecer algunas tímidas reglas redistributivas –controles laborales, impuestos...–, se hablaba de un ataque a las reglas de la economía que habría frenado su desarrollo imponiendo ataduras. Mejor dejarlo en manos del mercado, que había demostrado su eficacia.
No obstante, la política de posguerra consiguió con esos recursos crear las estructuras de un Estado del bienestar –Welfare–, pero se dejó seducir por la lógica del crecimiento cuantitativo, confiando en el crecimiento de todos y aprovechándose de una relación desleal con el poder económico que la apoyaba, incluso financieramente, y la mayoría de las veces de forma ilícita. De ahí surgió cada vez más la creencia de que la política era una actividad parasitaria y corrupta –lo que resultó ser cierto en parte– e incluso perjudicial, y de que el mercado era la única fuerza salvadora –lo que tampoco era cierto–.
El conflicto entre los dos poderes se resolvió así en beneficio de la economía. Mientras el pastel crecía y partes más o menos grandes caían de todos modos para todos, la política se sentía exenta y, de hecho, recelosa de plantear problemas de redistribución a través del instrumento fiscal. Pero de este modo la brecha de la desigualdad siguió creciendo hasta el punto de convertirse en escandalosa y el poder político perdió cada vez más los medios para sostener el Estado del bienestar. Cuando llegaron las crisis –energética, financiera, de inmigración, epidémica, bélica…– y bajó el pastel, las desigualdades se exaltaron e hicieron sentir cada vez más su inequidad. Mientras que el Estado, que no había podido o querido equiparse para recaudar sus recursos, ya no tenía medios para intervenir.
Esto es lo que somos ahora. Estamos en una fase histórica que alguien –Colin Crouch–, con razón, propone incluso llamar postdemocracia. Cuando la libertad de elección política parece convertirse en una ilusión. Y en estas condiciones hay, por desgracia, quienes siguen creyendo que el libre mercado puede salvarnos, cuando cada vez vemos más claro que salva a los ricos y que ya no caen migajas de su mesa. Otros pueden estar empezando a perder la fe en el mercado, pero aún no ganan confianza en la política, que ahora se juzga perdedora frente a las fuerzas del mercado. Y siguen sospechando que cualquier intervención de la política, incluso igualadora, acaba por meterse las manos en los bolsillos y no por mejorar la suerte de todos. El abstencionismo en las urnas es un signo claro de la permanencia de esta crisis de confianza.
Pero la credibilidad pasa hoy por el hecho formal visible de la fuerza, necesaria para que la política resista a otras instancias. De hecho, hoy se tiende a premiar al poder –y al hombre, o a la mujer– que es fuerte, o más bien que se presenta como fuerte. Pero la fuerza –por no hablar de su apariencia– no basta si se trata de luchar aceptando la lógica del mercado.
Esto es lo que le está ocurriendo a buena parte de los gobiernos europeos. Nacidos para controlar el declive, equivocan su estrategia si creen que pueden detenerlo con la misma lógica que presiden el declive: es decir, con las leyes del libre mercado. Contra ellas sus fuerzas serán contundentes, porque se verán fácilmente subyugadas por un poder más abarcador y global. Se reducirán, por tanto, a ejercer la fuerza con los débiles –volviéndose autoritarios y no fuertes– y a ser proclives ante el beso o el abrazo de Donald Trump, y el olor a dólares de Elon Musk, es decir, ante los poderes internacionales y mercantiles que son los decisivos.
¿Cómo salir de este callejón sin salida? ¿Cómo devolver credibilidad y vitalidad a la política para que adquiera la primacía que merece sobre las demás dimensiones, y en primer lugar sobre la economía? No bastan las propuestas de simples ajustes internos del sistema. Lo que hace falta es una política que tenga el valor de plantear un programa claro de opciones drásticas contra algunas tendencias: en primer lugar, una reforma fiscal progresiva seria y rigurosa, en la que cuanto más se tenga más haya que dar, para equilibrar el desequilibrio de la riqueza y encontrar los recursos para relanzar, aunque sea bajo nuevas formas, el Estado del bienestar en torno a temas cruciales: salud, trabajo, formación, respeto del mundo, paz, justicia... Incluso sobre la paz, sí, hay que ser drásticos: hay que perseguirla primero, porque es una opción previa al bien común.
Hoy puede ganar un verdadero espacio político no una fuerza que busque el centro moderado, sino una que proponga medidas precisas y radicalmente antisistémicas a la lógica imperante del libre mercado. Y sólo un exceso fuerte será la verdadera moderación del exceso mercantil y podrá hacer que la política recupere la primacía, reavivar el gusto por ella y tener consenso a largo plazo. Seguirá siendo arduo, porque las fuerzas mercantiles del hombre unidimensional morirán pero con dificultad. Pero seguirá siendo una batalla digna de una humanidad que quiere salvarse a sí misma en su dimensión total y al mundo, en el que vive y que se le ha confiado cultivar y preservar. Mientras que el potentado económico se retira de los encuentros para proteger el cosmos.
El autor es misionero claretiano